miércoles, 1 de diciembre de 2010

Una historia de luces.


Ella me dijo que el tiempo haría lo suyo con migo, que rellenaría los vacíos que quién sabe si algún día se irían a llenar. No le creí. No sé. No estaba convencido, mi interior estaba lleno de una mezcla de enojo y a la vez ternura. Pero no profundicé mucho en el tema, tenía otras cosas por las que pensar.
-Esta bien -le dije-se que vos también vas a encontrar algo.
Su mirada taciturna me dejó intranquilo.

Estaba realmente mareado. Mi luz naciente de mi pecho, mi pequeña pero poderosa luz blanca cegadora seguía prendida desde que tenía memoria. ¿Verán las otras personas sus propias luces? Espero que sí, porque eran tan curiosas... Había anaranjadas, multicolores, algunas titilaban, otras simplemente eran tenues pero con colores nítidos. Una gran variedad, pero ninguna simplemente blanca. Ninguna, todas con algo, de otro color.
Eso buscaba: una luz igual, pero igualita a la mía. Pertinente, misteriosa, simple. Eso tenía que ser la luz que estaba buscando. Pero esa luz no aparecía en ningún lugar, entonces empecé a pensar que, por qué no, la luz gemela a la mía había muerto, o desaparecido, o nunca había sido creada.
-No -me dijo ella con ojos que aunque eran confusos, me expresaron una seguridad incomparable -vas a encontrar tu luz, fuera de aquí.
Eso que ella me dijo fue lo que necesité para sacar los pasajes e irme. No, perdón. Irnos.

-Un pasaje al primer destino que tenga, en los primeros dos asientos que tenga, por favor -le dije a la vendedora qué, sorprendida, empezó a husmear en su computadora.
-El próximo colectivo partirá en media hora a...
-Deme dos.

Tendido en la cama del hotel, me puse a pensar con seriedad: las luces violetas se juntan con las luces violetas, las negras con otras negras, y así, todas con a la par de algo, todas con compañía. Pero, ¿ Y los que estas solos, los que no tienen otra luz igual, o la que no la encuentran, como yo? ¿Qué pasa con los que dudan de la existencia de su luz idéntica, como yo?
La piel de gallina me despabiló. Me dí vuelta una y otra vez de mi cama, como si aquello me trajera las respuestas de mis infinitas preguntas. Me pregunté, una vez mas, si este problema mío le pasa a muchas otras personas, o si sólo era un conflicto neurótico mío, de esos que siempre tuve a menudo. Odiaba ver a los pares de luces caminando, a esas personas de la mano con su luz naciente de su pecho, de todos colores menos blanca, obvio. ¿Y si me enamoro de una luz gris, por ejemplo? Pero que idiota, eso era. Voy a convertir una luz de otro color en blanca, la enamoraría, la mezclaría con mi luz, o, si era necesario, yo mismo me convertiría en otro color. Tal vez todas las luces de colores vívidos antes fueron colores apagados y tenues, quién sabe.
Con una sonrisa escondida en mi mirada, me levanté de la cama dispuesto a buscar esa luz. No digo el color de la luz porque realmente ya no me importa.
No hace falta que sea mi luz gemela, si no que me complemente, que haga sentir lo mejor de mi luz. Quién sabe en qué me convertiré.

Cuando mi mano izquierda estaba posada sobre la puerta de la sala, algo golpeó mi pupila, como si ondas ópticas hubieran martillado mis ojos. Por debajo de la puerta de la habitación de ella, se veía una luz. Una luz blanca.
Era muy curioso. Nunca había pensado en su luz ,en su esencia, no recordaba si realmente había tenido una antes, nunca la había visto de un modo así, y eso me sorprendió. No recordaba si era porque no prestaba atención, o porque si no quería. O porque si no podía. No importaba. Caminé desde la entrada hasta su habitación y apoyé la mano sobre su puerta. Mi plan había funcionado, ahora el tiempo haría lo suyo, como me había dicho ella antes de partir...

...y pensar que me fui hasta quién sabe donde para encontrar a algo que tenía tan cerca.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Los guardaespaldas de los ciervos.


Lo tenía en la mira. No podía escaparse por nada en el mundo, era como si el ciervito colorado estuviera conectado con la mira, como si se buscaran mutuamente. Estaba inmóvil, sobre un gran tronco petrificado. Miraba al sol, se calentaba la cara, la hermosa cara que, luego de algunas horas, estaría en la chimenea del cazador. Ahí estaría, dura, mirando a la nada por siempre.
Era sólo cuestión de apretar el gatillo. Ya la mira estaba en la pierna del animal, luego se acercaría, lo ahorcaría (porque, aunque suene algo paradójico e incluso hipócrita, odiaba la sangre) y se lo llevaría al hombro, ya tieso.
Pero ocurrió algo que no estaba en sus planes. El ciervo inmóvil se sobresaltó al oír un gran bufido proveniente del bosque. El cazador también lo escuchó, estremeciéndose. El lugar perfecto de la mira se había movido, y cuando intentó volver a la posición de ataque, el ciervo ya no estaba.
Los acontecimientos que pasaron después no se podían evitar; fue una serie de eventos afortunados que terminaron en algo terrible. Por empezar, el cazador era de los convincentes, de los que no se iban a ir con las manos vacías. Y así fue. Descargó su mata animales, y corrió en busca de la cabeza del ciervo. No se iría de ese bosque hasta que la cabeza del ciervo esté entre sus manos. Ya se había imaginado el cuello largo y peludo del animal sobre su chimenea. No lo podía reemplazar.
El bosque era muy claro. Los árboles por alguna razón estaban más separados que de costumbre. El cazador, muy curioso, zigzagueó estos árboles. Pero eran comunes, bajos, espesos, verdes, llenos de vida. Volvería a ese bosque, para talarlos. En el bosque reinaba no el silencio, si no el ruido del bosque. El cazador sentía el susurrar de las hojas, el ir y venir de las ramas, las parlanchinas de las aves, que cantaban a los cuatro vientos. El cazador se daba cuenta de todo, en sentido figurado, ya que, claro, esa tarde tórrida de primavera se iría a llevar parte del bosque. Pero, más allá de la cortina de hojas que caían de los sauces, se escuchaba, a lo lejos, algo que aquel hombre no pudo distinguir, algo muy finito, lejano y hermoso.
Siguió caminando con paso vacilante. El ruido se iba poco a poco tonificando, y, a su alrededor, el bosque cambiaba. Los árboles bajos y taciturnos eran reemplazados por unos mucho mas grandes, huecos, y con ramas tan esqueléticas y altas que el cazador no pudo distinguir. Aunque estaban igual de alejados, el cazador pudo ver entre ellos, y claro que vio algo.
El ruido que al principio era algo molesto se fue tonificando hasta poder afirmar qué era. El cazador supuso que era una gran quena. Gran , porque no se escuchaba como una quena normal.
Por un momento, se olvidó del ciervo, para fortuna del animal. Sólo siguió caminando hasta llegar a un claro. Los ojos del cazador, que antes de llegar allí eran hoscos, negros casi por definición y soberbios, se convirtieron en ojos sorprendidos, con una ceja levantada y la frente llena de arrugas. El claro no estaba vacío, claro que no. Grandes chozas se habían levantado aquí y allá. Más allá del claro pudo distinguir muchas mas chozas: una tribu. Pero no era cualquier tribu. El dulce sonido de la quena, que efectivamente era eso, una quena, ahora lo sentía muy cerca, casi al costado, o, para ser más específicos, atrás de él. Se dio vuelta, y lo vio. Levantó la mirada para ver la cabeza de la bestia. Era un hombre común, pero con 3 metros demás. Un gigante. Su quena, que era tocada con tanta pasión y sentimiento, medía lo que medía el cazador. Eso lo asustó.
-¿Qué haces acá, en la tribu de los gigantes? -preguntó, dando a lugar a una voz tan grave pero a la vez tan armónica, que entró en los oídos del cazador y golpeó con fuerza los tímpanos. Pero el gigante bajó su mirada aún más y pudo divisar la escopeta.
-Vengo a... no sé. Paseaba. -se defendió el cazador.
-Claro que no, venías a cazar. ¿A nosotros? ¡Qué ingenuo!
-Pero por favor, no sabía de su existencia. Venía por un ciervo colorado.
-¿Sólo por que es mas indefenso que tú?
El gigante no esperó que el cazador responda. Soltó su quena y la apoyó contra el arbol hueco más cercano, y agarró al cazador con sólo una mano. Éste sintió como los pies dejaban la tierra, y cómo se elevaba hasta estar cara a cara con el gigante. Ojos con ojos de gigante, mirada y mirada asustada, cazador con cazador. Hedor con hedor.
-¿Cómo se sentiría la raza humana si los gigantes empezaran a atacarlos sólo por diversión? Es lo mismo, ¿no? -Preguntó el gigante.
Pero el cazador no contestó con palabras. Tenía un as bajo la manga. Sabía que tenía una navaja en la parte izquierda de su cinturón. Por eso la sacó, y se la clavó en la mano al gigante. Éste lo soltó, y el cazador calló al suelo de una gran altura, provocando un ruido sordo. Se paró como quien quiere la cosa, y empezó a correr. Mientras corría, pensaba que unos cuantos gigantes deberían estar atrás de él persiguiéndolo. Y claro que lo alcanzarían. Por eso, tomó valor y miró atrás, pero no vio nada. Se detuvo, se palpó y se dio cuenta de que no tenía ni la escopeta ni el cuchillo. Pero ese no era el quid de la cuestión. No entendía porque los pasos agigantados no iban tras él.

-¿Qué te ha pasado? -preguntó el gigante emperador de la tribu.
-Un cazador, cegado por su egoísmo, me clavó una navaja en la mano. Pero decidi dejarlo ir. Vino a cazar ciervos pero la navaja y el arma se los ha dejado acá. Nada se llevó.
-Irá a su casa, y buscara entre todas sus armas mata animales que tiene, y volverá por ellos. Estoy seguro.
-Tienes razón. El cazador es de la ciudad que está frente al bosque. Lo leí en su traje. Nosotros los gigantes, podemos ir a cazarlos, ¿verdad? Somos muchos mas fuertes que ellos -sugirió el herido, con algo de ira acumulada.
-No. ¿Cómo se te ha ocurrido eso? Nosotros tenemos más de dos dedos de frente. Los humanos como son los superiores cazan a todos los indefensos. Pero no nosotros no somos así, preferimos ver como el hombre se destruye a sí mismo. No vamos a intervenir porque somos superiores. Sería rebajarnos a su asqueroso y lamentable nivel.
El herido asintió. El emperador tenía razón, aunque siempre la había tenido. Por algo estaba en ese puesto. Por algo era emperador, el muy sabio gigante.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Crear a tu enemigo.


Las hojas secas eran el centro de atención ese día soleado, ese día que ninguna nube cobarde se animó a salir. Cobijado por las hojas marchitas, estaba un cuerpo débil, sumiso por excelencia y egoísta por definición. Pero era tan débil, sin ninguna cualidad: no tenía escamas para protegerse, ni alas para escapar, ni habilidad de irse por la tierra, ni la fiereza que tiene uno. Nada. Era sólo un humano.
El humano bebé atraía la atención de todos los animales de la selva, que pasaban y, atónitos, se detenían y se quedaban mirando al pobre bebé, al frágil, al endeble. El niño miraba para todos lados, pero no observaba, sólo fijaba la vista, corría su cabeza y la fijación cambiaba. ¿Veía? ¿Tenía aquella habilidad?
-¡Silencio!-gritó el león, el rey de la selva, el alcalde de los árboles y de la tierra. Las bocas animales callaron, y dieron lugar a una mas grave y que se hacía respetar. -No se como habrá aparecido este tipo de especie en la selva, nunca la había visto. Parece muy... vulnerable. Por eso, le concederé lo más importante para sobrevivir en esta selva impune: La fuerza. Sí, pequeño animalcito, te concederé mi fuerza, mi velocidad, mi actitud frente a la presa, el amor a la familia. Te concederé mi astucia, mis estrategias satisfactorias. Tu no me puedes dar nada, ¡Mira lo que eres!, nada, te podría agarrar con una sola garra, te mataría, lo haría. Es una muestra de mi gratitud.
Los demás animales se miraban unos a otros, creían saber lo que estaba pasando. El león enmudeció. Miró para todos lados con aspiración y anhelo, y fue ahí donde el resto se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Una voz alta, lejana, finita como los cantos de los colibríes en las cumbres, pero sabia como la del león, se hizo escuchar.
-Te concederé mi altura, para que seas el más alto de tu rara especie, para que alcances objetos altos y para que te puedas defender de otra forma.
La voz de la jirafa fue reemplazada a pocos segundos por el ulular de un búho.
-Te daré mi vista, mi vista nocturna para que veas perfectamente de noche, para que a largas distancias puedas diferenciar las cosas. Es algo muy útil.
La boa de diez metros, también habló, creando unos escalofríos en los animales pequeños.
-Te concederé algo que todos pasan por alto, el camuflaje, es importante mezclarte con el entorno, con lo que nos rodea, y sobre todo tú, pequeño apetito.
Y así, la mayoría de los animales hablaron, dieron algo de sí, excepto los tímidos, los que eran más débiles que él. Pero luego se escuchó algo que agudizo aún más los oídos de los animales. Un aleteo de alas enormes movía la melena del león, que miraba al cielo esperando algún animal más que entregara algo.
Era el águila, un animal solitario, sabio, muy sabio, veloz, rapaz... peligroso. Una amenaza para la mayoría de los animales. Se posó en una rama lejana, cerca de la cabeza de la jirafa, en la copa más alta de los árboles.
-Han cometido un error tan grande -dijo entre dientes, con una sonrisa más que burlona, escalofriante.
-Una nueva especie -se defendió el zorro.
-¡Pero calla! -gritó el águila, furiosa. -Tendrían que haberlo pensado más de dos veces antes de hacer lo que hicieron. Le dieron sus atributos a alguien que los usará en su contra. Tú, león errante, le has dado fuerza y astucia para que se defienda. Pero yo sé que la usará para cazarte, o para cazar a cualquiera de estos animales. Tú, jirafa ignorante, le diste altura también para protegerse, pero lo único que hará será arrancar las copas de los árboles. Esa criatura sólo hará estragos aquí, dejará la selva en ruinas, se los aseguro, no se en qué han pensado.
-¿Por qué no te marchas, aguilucho? -sugirió el león -Es una nueva especie, hay que darle la bienvenida, y si ese cuerpo débil penetraba la selva, no hubiera durado nada, lo que dura un silbido entre las montañas, sólo unos segundos. Ahora vete, si no es que no quieres concederle nada.
-¡Nunca! No le entregaría nada a alguien que luego me destruirá. Me iré, no te preocupes, pero antes, león torpe, te haré una pregunta... ¿De qué sirve darle la bienvenida a alguien que, en definitiva, te cazará?
El león abrió los ojos como canicas, y no dijo nada. No dijo nada, sólo vio al águila marcharse.

-¿Qué le has dicho? -profirió el cuervo, volando junto al águila.
-Que habían creado a su propio enemigo, que habían creado al que amenazará nuestras vidas. Todo va a cambiar en unos años, ¿sabes?, la especie nueva crecerá y se aprovechará de nosotros. Se reirá en nuestras caras por haberle concedido tales poderes.
-¿Quién lo hubiera pensado, no? Nosotros somos animales y, de alguna manera, nos cuidamos entre sí, somos parte de la naturaleza. Yo sabía que algún día se iba a crear una especie animal que nos mate. Pensar que esa especie matará todo su origen. Vino de la naturaleza, al igual que nosotros, y la matará de a poco. Resulta paradójico.
-Lo es.

miércoles, 21 de julio de 2010

La duda que nunca se iría a descifrar


-Explícame eso que no lo he entendido.
-Nadie lo entiende, ni yo lo entiendo, no lo logro comprender. Algunas veces el corazón juega completamente solo, autónomo con respecto a la razón.
-Me quedé con lo de tu hermana. Pobre, pobrecita, me caía tan bien.
-Lo dices como si se hubiera muerto. Una quebradura de cadera no es sólo cuestión de meses. En fin, al enterarme lo ocurrido fui lo más rápido posible al hospital; mi hermana decidió quedarse ahí, más seguro, según ella, y eso me pareció indudable, fehaciente. En fin, aparqué el auto en la sombra de un Álamo primaveral. Empecé a correr, pero me pareció irónico. Cuánta gente entra ahí y no vuelve a salir, cuantas muertes habrán ocurrido, y yo, por una insignificante y banal quebradura, corría. ¿Sabes cuanta gente saliendo vi llorando? ¿Cuantas vidas fueron perdidas? Por eso no podría trabajar en un hospital, ¿y si la vida de alguien se me escapa de las manos? No lo soportaría. La gente allí viva con el hedor de la gente, con el peso de sus muertes.
-La gente hace lo que puede, algunas veces ni eso alcanza.
-Eso lo sé. Bueno, mi hermana estaba en el cuarto piso, el último, el J, el más tórrido en primavera y el más impávido en invierno. Decidí comprarle flores, rosas, aquellas que les podría haber dado un toque más vívido a la situación. Pero me imaginé que las flores se morirían también, y eso me resultó irónico también.
-Piensas demasiado las cosas.
-Lo sé. Cavilo demasiado, un defecto no tan menor. Devolví las flores, prefería que mueran en un lugar ajeno a la sala, no visible por mí, porque el pétalo seco es particularmente similar al marchitamiento humano, al deje de la vida. Llegué al cuarto piso, en ascensor, donde la gente se amontonaba, todas apuradas por querer llegar a sus salas, con flores. Fue ahí que realicé que el fenómeno era yo, ¿Quién iba a pensar que las flores mueren también? Las puertas se abrieron y pareció como si la amabilidad de la gente se hubiera escurrido, porque todos salieron, apurados. Salí último, y empecé a recorrer el pasillo. Fue ahí cuando la vi.
-¿A tu hermana?
-No. Antes de llegar al J, las corrientes de aire me detuvieron en la C. Era una muchacha morocha, con facciones simplemente perfectas: las comisuras de sus labios eran simples, compuestas por una tez blanca marfil, sus pestañas, que abanicaban sus párpados cerrados. Me intrigó lo que ocultaban esos párpados, todo el destello disipado de esos ojos que no importaba de que color podrían haber sido, sabía que eran hermosos. Ella era verdaderamente preciosa, perfecta,…triste. Su respiración casi no se escuchaba, el latir de su corazón no se sentía. No había nadie para preguntar qué le había pasado, solo me senté en una silla. La sentí fría, y fue así como me di cuenta que aquella silla no había sido calentada nunca, nadie se había sentado en ella, significaba que la muchacha hacía tiempo que no gozaba de compañía. Me quedé horas viéndola, apreciándola.
-Te olvidaste de tu hermana.
-Espera. Luego de dos horas me acordé el motivo de mi presencia en el hospital, mi hermana. Era tarde, tenía sueño, quería dormir para poder despertarme temprano y poder verla, tratar de despertarla, ¿Cómo?, no lo sabía. Mi hermana estaba bien, estaba viva, eso era lo que importaba. Las flores que seguro estuve a punto de regalarle estarían en la sala de otro paciente, y se morirían ahí. Ella estaba a salvo.
-¡Que egoísta!
-Lo sé, nunca dije que no lo fuera.
-¿Entonces?
-Por una semana fui al hospital todos los días. Algunos días cenaba en la sala C, la enfermera se sorprendía cada vez que me veía ahí, leyéndole, acariciándola. De vez en cuando visitaba a mi hermana, ella nunca sabría que yo iba al hospital regularmente para visitar a alguien más, eso estaba claro. Todo encajaba a la perfección, como si el destino estuviera de mi lado.
-Patético.
-¡El amor es patético! El amor te hace sentir cosas patéticas. No era amor lo de aquella muchacha, era algo más, algo más fuerte, más cínico. No podía separarme de ella. Me sentí raro cuando me di cuenta que me había enamorado de alguien inmóvil, de alguien que nunca me habló, que nunca me vio, que nunca nada. Ella no sabía de mi existencia, y me tenía ahí, presente a su lado. Eso era insólito, y yo me sentía extraño.
-¿La muchacha sigue ahí?
-No... Fue el noveno día que iba allí. No era un día cualquiera, la enfermera me había dicho que ese día podía despertar, que su rara enfermedad podía o firmar su derrota o tomar revancha y vencer los medicamentos. Eso me puso feliz, porque tenía fe. Entré a la sala C, todo estaba igual, las pequeñas ventanas iluminaban con pequeños rayos tenues la habitación, el color verde cálido se veía igual. Pero la cama estaba vacía. Nadie la ocupaba, ni ella ni otro paciente. Nadie. Nada. Una habitación vacía. Había despertado, se había ido. Eso me ponía tan feliz. Tan contento, tan vivaz por dentro.
-¿Y ahora? ¿La has contactado?
-No. Por una simple razón: la duda. Tú conoces muy bien la frase que dice que la curiosidad mató al gato. La cama vacía reflejaba dos cosas, la primera era que ella se había curado e ido, y la otra, más pavorosa aún, es que había muerto. Mira si le preguntaba a la enfermera y ella me decía que había fallecido, no lo hubiera soportado. Ni el día de hoy lo hubiera superado, ningún elixir me hubiera compuesto. Decidí quedarme con la duda. No tiene mucho sentido, pero era lo único que me quedaba. Hasta el día de hoy no sé si esa muchacha está viva o no, pero no puedo hacer otra cosa. Ya nada me quedaba, ahora la duda es la única que rellena la única luz que me queda en el corazón. Viviría con eso.
-Tu lo dijiste: No tiene sentido.
-Todo carece de sentido, nosotros somos los que nos encargamos de rellenar ese vacío de sentido, con los nuestros. Mis sentidos son algo paradójicos. Ahí tienes. Todo es patético. Mis sentidos son patéticos, por ejemplo.

viernes, 2 de julio de 2010

Otoño, invierno, primavera, verano, otoño, invierno, primavera...


Mis pies descalzos caminaban sobre las hojas secas, amarillentas y carentes de vida, desparramándolas, haciendo paso a mis pies temblorosos, inertes, sin sentido y sin ningún rumbo al cual ir, sino que caminaban. Así era mi vida, un camino que no tenía curvas, ni esquinas, ni bajadas ni subidas, ni final, era un camino recto hacia el infinito.
La gente se estremecía, erigían ese humo típico del frío de sus bocas temblorosas, del otoño ya casi invernal, pero yo no sentía nada. Las bufandas eran de colores aburridos, monótonos se podría decir, negras, blancas, grises, colores aburridos, que no llamaban la atención. Para mi, con todos los años que tengo encima, los detalles, los mínimos detalles, son importantes, todos, no dejo que nada se me escape, que nada pase sin darme cuenta.
Entre ese mejunje de colores pelmazos, había una que resaltaba, de color naranja fuerte. Su bufanda combinaba con su pelo largo, rojizo, con esas pecas regulares de su nariz. Era perfecta.Pasé por al lado, pero no le hablé, no se merecía que tal neurótico le dirigiera la palabra. Las hojas del piso habían desaparecido, ahora mis pies blancos tocaban la acera, la acera llena de hielo, pero no lo sentía, sentía como si fuera suelo. Solo suelo, pero ya estaba acostumbrado a eso.
Me dirigió una sonrisa, una que por el resto de mi vida no iba a olvidar. ¿Vida? No, diría eternidad. Una sonrisa que en el resto de mi eternidad no olvidaría.
-Te enfermarás si no tienes un abrigo, yo me estoy congelando y tengo bastante abrigo -me aconsejó, mirándome de arriba para bajo, de pies a cabeza, contemplando mi cuerpo a la intemperie. Pero, repito, no sentía nada.
-Me acostumbré, soy de un país lejano donde hace frío todo el año. Todos los años.
-¿Cómo te llamas? -sus labios formularon la pregunta como si se le saliera de la garganta, esa garganta invisible para mi.
-¿El tuyo?

Platicamos por horas, se reía de chistes que yo nunca formulé. Fuimos a un bar, algo mas cálido que andar por ahí, a la vista del cielo gris , al lado de los árboles desnudos de la plaza. En un momento, los dos nos callamos, su risa cesó y yo la mire fijo, como tratando de resolver un problema matemático en su cara. Ojala. Ojala que todo sea tan fácil como un problema matemático.
-Eres un enigma -me dijo, entrelazando sus dedos arriba de la mesa. -Hablas algo, pero no se nada de ti. No se tu nombre, siempre que trato que me lo digas dices cosas inteligentes en las que me pierdo. Eres muy buen escuchador, y que casualidad que nos hallamos encontrado allá. Eras un signo de pregunta entre todas esas bufandas.
-¿Un enigma? ¿Tengo que tomar eso como un insulto, o como un cumplido? -sabía a lo que se refería, pero quería asegurarme.
-Tómalo como quieras, pero pareces que lees las mentes de las personas, como si supieras todo, todo lo que va a ocurrir. Eso no es normal, ¿O si?
-Ojala sea un adivino. Los años que he vivido me dieron mucha sabiduría. Fe en mi mismo.
-¿Cuántos años tienes? No muchos más que los míos.
El ambiente se volvió algo tenso, como si el tiempo se hubiera ido y nosotros nos quedamos allí, cada uno mirándose a la cara de otro, los dos tratando de desatar los nudos de la conversación.
-Tengo 500 años, ¿Tú cuantos tienes?
Esperaba risas, carcajadas capaz, quizás, pero a cambio tuve unos ojos abiertos como monedas. Estupefacta, atónita, inmóvil, boquiabierta, adjetivos que podrían haberla descripto.
-¿Cómo es eso?
-No es tan difícil. Mis 500 años me hicieron aprender cosas de la gente. Todo cambia, ¿Sabes? Pero la gente, nunca, sigue siendo la misma, la misma gente ajustada a las metodologías del mundo contemporáneo. Eso me hizo entender a las personas, sus mentes, sus pensamientos, sus creencias. Todo. Eso es lo único bueno que tiene esta vida. No, vida no, eternidad. Todavía no acostumbro a decir eternidad en vez de vida. A cambio de tantos años en trascurrir, perdí mi sentido del humor, mi sensibilidad en la piel, es por eso que no tengo frío, ni calor. Extraño la sensación del frío, ni te imaginas.
-Explícate.
-La muerte decidió no hacer más su trabajo con migo. ¿Sabes? Dicen muchas cosas de la muerte, todas blasfemias, porque nadie, ni yo, sabe lo que es, lo que se siente. De alguna forma extraña, vencí a la muerte, se rindió con migo, le gané, aunque el tiro me salió por la culata, porque vivir para siempre es horrible, una vida sin fin. Todo pasa, y yo no. Conocí a miles de personas, miles de amores, miles de amigos, y todos murieron, menos yo. La vida pasa y a mi se me escapa de las manos, la gente envejece y yo sigo igual, igual que siempre. Eso es horrible. Tener que ver todos los años las hojas caer es horrible, tener más de 500 cumpleaños y que nadie lo sepa, es horrible. Todo es horrible. La eternidad es horrible.
-¿Siempre vas a ser joven y hermoso? -me preguntó sin entender el quid de la cuestión, el corazón del problema. -¿Y como puedo creerte? Cualquier persona se hubiera reído. ¿Por qué yo no?
-Toma este papel. Sé que te acordarás de mi hasta el día que estrenes tu tumba, pero, antes de ir al cielo, llámame. Verás que seré el mismo hipocondríaco que ahora, aunque algo más versátil. Te puedes ir, vete, yo sigo siendo la escoria, el mismo enfermizo neurasténico que siempre. Siempre lo seré, es como una pesadilla eterna de la cual nunca despertaré.

Siempre lo supe, siempre sería el mismo de siempre, sólo me quedaba caminar descalzo entre las hojas de otoño, esas hojas que caerán el año siguiente, y el siguiente, y así sucesivamente, una naturaleza hermosa, diría, el ir y venir de las hojas de otoño y verano, observaría las caras nuevas de la gente, caras que luego morirían y que nunca más las vería. Vería gente.
Lo hermoso es que las hojas siempre estarán ahí, en el árbol o en el suelo, pero estarán. Lo horrible es que estaría vivo para verlo.

viernes, 28 de mayo de 2010

El sinfín de las cosas.


La calle estaba clara, iluminada por los faroles que no existían, y el cielo, tan inmenso que recubría todo aquel lugar y parecía no tener fin, era blanco, blanco como la leche, y ni arrugando la frente pude divisar nubes, ni soles, ni lunas, ni estrellas, nada. Era un cielo vacío, un cielo sin compañía. ¿Era el cielo lo que iluminaba la calle?, me pregunté, en vano, no solo porque sabía que no había nadie para contestarme, sino porque no me importaba. Sólo quería andar por aquel sendero sin fines muy definidos.
Empecé.
Sentía mis piernas pesadas, como si las hubiera intercambiado con las de un gran elefante. Pasos más, pasos menos, no avanzaba, era como si aquella calle avanzaba en sentido contrario a mí, entonces yo me iba quedando en el mismo lugar, sin avanzar, sin retroceder. Pero de repente todo lo blanco se fue, fue reemplazado por una negrura espesa, espeluznante. El suave de la calle también se esfumó, y a cambio, aparecieron unas escamas... grandes escamas, color verdes pétreos. Las escamas eran tan grandes que la calle solo parecía un simple hilo al lado de una gran soga. El ambiente se tornó tétrico, y al escuchar sonidos metálicos provenientes del cielo (Que ahora era de un color morado intenso, con lunas grandes y de todos colores), empecé a caminar. Pero no era el mismo caminar que antes, ahora no me costaba caminar, en más, era como si la velocidad de mis pasos se hubiera multiplicado. Al final de la gran calle escamosa se veía niebla negra, pero entre ella pude distinguir una gran cabeza, una cabeza gacha pero con la boca abierta, y me llamó la atención los grandes colmillos de la serpiente, tan grandes como mi cuerpo en sí. Cualquiera se hubiera asustado, pero yo decidí seguir caminando...
... No por el hecho de querer morir de las peores formas que hay, si no porque estaba seguro que la serpiente no iba a devorarme, porque de lo contrario ya lo hubiera hecho. Me sentía bien, porque caminar arriba de una gran serpiente se sentía raro, algo que no se siente todos los días. Pero todo cambió. La serpiente se convirtió en arena. Arena por doquier. Del cielo que ahora se volvió blanco, llovía arena; de la tierra arenosa, brotaba aún más arena; arena por doquier. Y era como si aquella arena se acumulara a mi alrededor. Nunca pensé morir ahogado por arena, que irónico, que triste, que irónico, repetí. Que triste es morir en sí, pensé, de cualquier forma, era tristísimo. La arena se empezó a meter por mi nariz, y la sentía suave, cálida, abrasadora, candente. Y cuando pensé que la arena llegaría a mi cerebro y así lo desconectara de tiempo y espacio...
...desperté.
Las pupilas de mis ojos se contrajeron al abrir los ojos tan bruscamente. El sueño más pavoroso que tuve en mi vida, pensé. Me senté arriba de mi almohada y esperé. ¿A que amanezca? ¿A que me despierte, en el caso de que ese también sea un sueño? ¿...Qué?
-Te amo -dije a nadie en particular, aunque esperaba que alguien me respondiera. No. Esperaba que Ella me respondiera, de abajo de la cama, de al lado mío, de la oscuridad, de donde sea. Quería escuchar un yo también, pero escuche algo que cortó como cuchillos mi piel, como si la respiración se me hubiera cortado, o como si mis pulmones, por simple capricho, dejaran de cumplir su trabajo.
-Yo ya no.
Y me desperté por segunda vez, sobresaltado, sudado. La hamaca colgante de mi patio se balanceaba, con los impulsos que Ella daba contra el árbol opuesto. Miré al cielo soleado, y pude ver nubes que cuando me había dormido no estaban.
-¿Qué pasó? ¿Te desperté? -me dijo. Leía el libro de una forma preciosa, tan particular. Ella era particular, mi particular por el resto de mi vida.
-No. -dije, y limpié el sudor de mi frente con mi manga. -Sólo tuve un sueño horrible, feísimo.
-¿Qué soñaste?
-No importa qué soñé realmente, era todo ficticio. -le dije, pero no quedó muy convencida, porque su mirada expresaba curiosidad y reproche.
-¿Y entonces por qué te ves tan preocupado? -me preguntó con esos labios que habían nacido para tocar los míos, que habían nacido para hablarme tiernamente solamente a mí.
- Es que éste es el sueño del que nunca quiero despertar.

Es curioso pensar que las frases tienen siempre un doble sentido, un pro y un contra, una derecha y una izquierda, un bien y un mal. Nada es para siempre, me dijeron una vez, pero me reí. Todo es para siempre. Todo nos marca. La vida no es para siempre, me contraatacaron, y eso tuvo como respuesta mi silencio, un silencio incómodo, algo justificado.
Más allá de eso, todo es para siempre, porque todos nos deja algo, sea bueno, sea malo, pero nos deja algo. Y con el simple hecho de dejar algo en uno mismo, se convierte en algo eterno. El amor, por ejemplo, es eterno, es inmortal, vas más allá que la simple metáfora de todo nace, todo crece, todo se reproduce y todo muere. El amor es distinto. El amor no nace, si no que vive directamente.
¿Quién sabe si un día nos despertamos en un salón oscuro y nos encontremos con alguien que nos diga, tú no viviste, solo soñaste, fue el sueño más largo de toda tu vida?
-¿Entonces a qué llamamos vida -me pregunté- si todo es un sueño?
-La vida son muchos sueños seguidos, juntos, pegados, inseparables. Queda en cada uno despertarse o no -me contestó otra voz en mi cabeza.

martes, 11 de mayo de 2010

Batallas que se libran por ahí


Yo no tengo una personalidad; yo soy un raro, un conglomerado, un rejunte, una manifestación de personalidades.
En mí, la personalidad es una especie de infección espiritual y psíquica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que nazca una nueva personalidad, una nueva fase.
Desde que estoy conmigo mismo, desde que mis pies tocaron la hierba, la tierra y el cemento, es tal la aglomeración que me rodea, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes, en todos los rincones: En el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, en el jardín, hasta en el techo.
¡Imposible, inadmisible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible, inadmisible saber cuál es la verdadera, cuál me conviene!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más profunda y en el revoltijo y en el caos con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan. Las siento ajenas, lejanas, fuera de mi, de mi piel; las siento en el aire, las respiro y las expulso.
Y yo me pregunto ¿Que clase de contacto pueden tener con migo todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a cualquiera? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este desvío marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretino cuya sonrisa es capaz de congelar un mar entero?
El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una vanidad... de un egoísmo... de una falta de tacto... de un no sentido de la vista...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires indiferentes. Todas, sin ninguna excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones, agresiones que no terminan nunca, que cesan en el infinito. En vez de tolerar, ya que tienen que vivir juntas, en un mismo lugar, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de los demás, ni los míos en sí. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome, por ejemplo, un paseo por el cementerio en una penumbra absoluta.
Mi vida resulta así, una confusión; no, un mar de confusión, de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo, una tal mezcla de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, una satisfacción.

La satisfacción de mandarlas todas juntas a la MIERDA

sábado, 24 de abril de 2010

Las nuevas lunas que conocí en las profundidades


Mi cuerpo desnudo se arqueaba, se estremecía, impulsado por el frío insoportable de aquella noche. La luz de la luna rebotaba en las masas de agua, pero era absorbida por la arena mojada. Yo la contemplaba, la escuchaba, la sentía en mis venas, en lo más profundo de mi corazón.
Sentía el olor de los árboles, como éstos se comunicaban unos con otros, como las hojas se morían y caían a la arena, al suelo, como las aves dormitaban, y pude adivinar qué estaban soñando exactamente. Concebí como ellas también se agitaban con el frío que entraba entre sus plumas.
-Siente la luna, ámala. -me dijo mi nueva amiga.
Quería unirme a ellos, a esa gran manada, sin preocupaciones, responsabilidades. Lucharíamos juntos, contra todo aquel contaminante humano, contra todo; lucharíamos, y venceríamos.

Traté de dejar el planeta tierra, de ir más allá de las olas, a las profundidades, para hablar con los corales, para que me cuenten sus más íntimos secretos, para oír los chistes de los peces y reírme con ellos. Pero no pude. Intenté elevarme a la luna, acostarme sobre ella, que me caliente, que me transforme, que me entienda, que llore con migo, que me diga sus penas, que me hable, que ella también se acueste en mí. Pero tampoco, nada pasaba, nada sentía.
-Acércate -me dijo, y yo obedecí. Avancé hasta que una ola alcanzó mis pies, mis fríos pies. El agua estaba tibia, tranquila, serena. -Escucha lo que el agua tenga para decirte -me musitó al oído, como si fuera fácil para un principiante. Intenté que la sal escondida en el agua entre por mis poros y se me mezcle con mi sangre roja, con mi saliva y con mi sudor. Pero era inútil.
Pero ya estaba empezando a dudar sobre mi transformación: ¿Es que acaso quería seguir siendo humano? ¿Es que acaso no podía dejar mi vida humana, mis costumbres, mis hábitos, mis defectos, mi forma humana en sí? Estaba apunto de pasar a una etapa libre, sin preocupaciones, sin fallas, sin nada. Nada de nada. ¿Acaso quería eso?
Sí. Sí lo quería... ¿O yo me quería convencer?
-Olvídate de tu forma humana, trata de desarmarte con el aire. -me dijo y se sumergió en el agua. El mar estaba más tranquilo que nunca, ninguna ola me azotaba mi cuerpo desnudo que estaba allí, entre las aguas. No quise olvidarme de nada. Solo quería despedirme...
...Despedirme de las cosas que pasan a diario y que todos los humanos damos por alto, y no nos damos cuenta. Extrañaría el ruido de la naturaleza, el de los bosques, el de la selva, el silencio de los desiertos y los gritos de las montañas; extrañaría el cielo, poder verlo, poder observar sus cambios todos los días, poder quererlo; extrañaría la adrenalina, estaba por convertirme en uno de los reyes del mar, no iba a sentir nunca mas la adrenalina en mi vida; extrañaría las caras humanas, los ojos, el pelo, las narices, las bocas anchas, los dientes filosos y grandes; extrañaría cuerpos, torsos, brazos, ¡Piernas!, ¡Como extrañaría las piernas!, nunca más iba a caminar, sentía que mis piernas se iban cada vez más con el agua. En fin, extrañaría la vida, sí, la vida.
-Déjalo todo -me dijo, luego de volver de las profundidades -Trata de echarlo de tu mente, porque no hay vuelta atrás.
Cerré los ojos, y me di cuenta que extrañaría el sol, el calor, el viento, la brisa. Extrañaría todo, absolutamente todo; pero entendía también que me iba a sorprender con todo lo que iba a descubrir. Estaba por entrar a un nuevo mundo, ¿Estaba dispuesto a dejarlo todo para empezar de nuevo? Tanto me costó adaptarme al mundo real. ¿Lo haría de vuelta?
¿Valía la pena desperdiciar mi vida humana para empezar un nuevo capítulo en mi vida?
-Ahora, sumérgete.
Abrí los ojos y me sumergí rápidamente. Cuando mis pelos se ahogaron, cerré los ojos instantáneamente, gracias al agua salada, y al hardor que ésta provocó cuando tocó mi iris. Estuve algunos segundos allí, sin respirar, hasta que mis pulmones se secaron por completo; estaban muriendo, al igual que yo, al igual que mis anteriores hábitos, al igual que toda mi vida. Luego de unos minutos, en los cuales divagué allí, sin razón ni tiempo, sin pensar, sin razonar, sin tiempo para arrepentirme de nada, sumergido en el agua, abrí los ojos. Vi claramente todo. Todos me saludaban, pegaban gritos, me alentaban, nadaban como locos, y me di cuenta que aquel era el ruido del mar que a los humanos tanto nos daba curiosidad: aquellos gritos, aquella vívida bienvenida.
Mi vida, mi antigua vida, quedó en la superficie, más allá del mar, en la orilla, en el bosque, quedó en cada lugar terrestre de la tierra, entre las hojas, en las nubes, en el césped, en cada pájaro, en el ulular de una lechuza. Estaría en cada lugar. Ahora tenía una nueva, una mejor. Con una sonrisa, pude mostrar mis nuevos dientes filosos, y, nadando con mi nueva cola de pez color escarlata, me fui hacia las negras profundidades, con mi nueva sociedad, mis nuevos amigos, dispuesto a ver, a sentir y a aprender a lo que tanto temía. Mi nueva vida acababa de empezar, ya no había vuelta atrás.
Me fui con mi nueva gente, los sirenos, las sirenas, que nadaban a mi alrededor.
Sireno, ahora eso era.

viernes, 9 de abril de 2010

La página 79.


Las plazas en primavera eran un arrebato de gente; niños por doquier, por allí y por allá, jugueteaban unos con otros, riéndose. Esquivándolos habilidosamente, pisando la hierva verde que crecía en el suelo, caminaba, sin un rumbo muy bien definido. Necesitaba un banco, o al menos un lugar para sentarme. O fue mi propia impresión, o la primavera en sí toca las yagas de los impulsos emotivos y crea una atmósfera armoniosa, generando parejas felices, noviazgos eternos. Entre los pocos grandes árboles, estaban aquellas parejas, más allá de los gritos de los niños. Lo peor no era que las parejas demuestren su amor a los pobres, como yo, que no tienen todavía un alma gemela, si no era que, además de ocupar las grandes distancias entre un árbol y otro como si fueran una manada, también ocupaban aquellos bancos.
Tratando de no ver los besos pesados de los jóvenes a mi alrededor, ví un banco enorme, con espacio de sobra. Cuando aceleré el paso para llegar rápido, me pregunté porque aquel estaba vacío.
Cuando llegué y me senté, vi en el otro rincón un señor, común, diría, con un sombrero bastante llamativo, no por el color ni mucho menos, si no por la forma, al estilo gala. Leía un libro concentradamente y, con el mayor disimulo, traté de leer el título. Y este era: Las entrañas de los porqués. Supe que aquel era un título demasiado amplio en significado, lógico o no, y, tratando de alejarme lo más de él gracias a los prejuicios naturalmente que a los humanos nos surgen hacia algo no tan parecido a lo que uno es en sí, direccioné mis ojos para otro lugar. No desperdicié mi tiempo, la meditación era fundamental en tiempos donde los labios se besaban hasta sangrar, y donde a los abrazos no les importaba cuanto calor hacía.
Había dos cosas que me llamaban la atención de una forma abrupta: una era que no estaba cansado y por lo tanto tenía una necesidad implacable de sentarme, no importaba si en el piso, o en el banco con un viejo pétreo, necesitaba sentarme. La segunda cosa que me llamaba la atención era el señor que tenía a no menos de un metro. Ya había estado quince minutos allí y el viejo no se habia movido, ni sus ojos se movían con el ir y venir de las letras del libro, ni la poca brisa que podía atravesar los árboles le movían los pelos marrones con canas. Eso, entre otros factores adjuntos que surgen con el abrir y cerrar los ojos.
-¿Cómo está pasando su Viernes? -preguntó el viejo al aire. Aunque sabía que me hablaba a mi, no lo hacía parecer. Es que su cara no se movió ni en lo más mínimo. Sus ojos, negros como la noche sin luna, no se habían movido de la página del libro. Por cierto, me di cuenta al instante que, desde su tiempo allí, el viejo extraño no había cambiado la página, la 79.
Una escalofriante sensación recorrió mi cuerpo. No pude responderle, no por que no quería, si no que mis labios, absurdamente, estaban pegados, cosido uno con otro. Me levanté por el impulso del misterio y, dejando las ganas del descanso atrás, empecé a caminar. Pero antes de pasar la figura del viejo, él me dijo:
-Tu no tienes la culpa. Él lo quiso así.
Giré mi cabeza, y mis labios reaccionaron, aunque antes de emitir algún sonido, el viejo, nuevamente, habló por mi.
-No digas nada, no es necesario. Él no acepta críticas, podría aplastarte en lo que dura un silbido , en una fracción de segundos. No corras el riesgo, porque él sabe que en sus manos estamos todos al filo de la muerte. Él quiso que nos encontremos, claro está. Él quiere que te regale este libro -dijo, acercándome el libro, abierto en la página 79.
Con vacilo, tomé el libro con inseguridad, no muy tangible de qué se refería cuando decía Él.
-
Leelo desde el capítulo 6. ¿Para que empezar desde el principio si los libros son tan predecibles? Total, él también dicta los finales de los libros, y decide si serán aquellos felices o tristes. -me dijo el viejo, con los ojos abiertos.
La figura en sí del anticuado me daba intriga. Tenía facciones muy leves, casi no tenía gestos: su cara siempre estuvo petrificada, y, aunque se que es imposible, no lo había visto pestañear ni una vez.

Volví a mi casa lo más rápido posible, sin que me molestaran las infinitas parejas de aquí para allá.
Encendí la luz en mi habitación, y ésta, con una velocidad envidiable, echó a toda penumbra y oscuridad que por los rincones reinaban. Sin tratar de olvidarme ni de despistarme, abrí el libro en la página 79. El capitulo 6, titulado Todo está escrito , inciaba de la siguiente forma: Él supo desde los inicios de la historia lo que iba a ocurrir, con detalles y consecuencias; él sabe que, aunque nadie hable del tema, todos sabemos que el es el todo poderoso de los finales, del tiempo...
Y ahí, nadando entre todas esas palabras vacías para mi, me di cuenta que tanto el anciano como el libro nombraban a él. No sabía muy bien a que se refería específicamente, pero de algo el viejo tenía razón: sea quien sea Él, quería que el viejo y yo nos encontremos. A eso se debía esas ganas insoportables de sentarme extrañamente, a eso se debía que justo el único banco con lugar era el del viejo, a eso se debía que el viejo justo en ese momento esté leyendo el libro.
Fue todo muy justo, cada cosa encajó con su consiguiente. Así, podríamos imaginarnos la vida como un rompecabezas: cada eslavón de la cadena de la vida tenía algo escensial. Toda acción lleva a otra cosa. ¿Casualidad? No creía en esa palabra, eso no existe. Todo pasa por algo.
¡Ah! Sí...
... Él es el destino.

El polvo gobernaba los libros en la parte izquierda de mi biblioteca. Y ahí, entre los libros olvidados, puse aquél, tratando de nunca más recordarlo, ni al título ni mucho menos a la página 79. El destino, algo tan curioso y abstracto, quería que lea ese libro, quería que aquel viejo macabro me lo conseda. Pues no lo hice, y no podría decir que le gané al destino, eso es imposible. Él está siempre a un paso delante de nosotros, de eso si estaba seguro.
Yo me quedé en la página 79 eternamente, sin terminarla. Él ya iba por la 80.

viernes, 2 de abril de 2010

Los cuervos rojos


Cuando me desperté, cuando pude despegar párpado con párpado y vi una luz al final del túnel del cielo, me di cuenta que no sabía donde estaba. Traté de tantear mí alrededor con mis manos temblorosas, sin levantar la mirada. Pude distinguir hojas rasposas, frías como las gotas de un río, grandes como las masas de hielo. Me senté, y realicé que estaba en el medio de un bosque, algo exótico por lo visto, y desconocido a simple vista. Los árboles estaban doblados, con hojas coloradas; la tierra era blanca como la leche, con sus escarabajos voladores de color dorado caminando y volando por ahí, por encima de mí; el cielo era lívido, indefinido, color violeta, diría, acompañado de lunas, algunas mas blancas que otras, con formas confusas.
Logré, luego de tantos intentos fallidos, desparramar las hojas y poder pararme. Me enterré en la arena, como si fuera fango. Mirando para todos lados, caminé por el sendero del bosque, desconfiado, sin saber que esperar, mirando derecha-izquierda a cada paso. Había mariposas por doquier, con alas enormes y de todos colores; éstas, bailoteaban con las luciérnagas, hermosas por naturaleza, aquella naturaleza tan extraña. Aquel lugar era uno muy hermoso; pero raro para mi, no podía acostumbrame, y tampoco debía.

Caminé y caminé, surqué y me metí entre los árboles, zigzagueándolos. Cuando el bosque quedó atrás, y la tierra, suave como la harina, desapareció, me encontré con una playa. La arena, color esmeralda, era como cemento, dura, y el agua, tibia, era amarilla, y se mezclaba con las grandes olas que a rato azotaban las piedras de las costas. Al lado de una gran roca con forma de medialuna, vi a alguien. Era una mujer, con pelos lacios negros hasta las rodillas.
Corrí hacia ella, con ansias de tener alguna explicación, lógica o no, de donde se encontraba, con codicia por ver a alguna persona que me diga por qué el cielo era violeta, por qué el agua amarillenta... y demás.
-Hola, disculpe -la saludé amablemente, tocándole el hombro -¿Sabe donde estamos?
Ella abrió los ojos como monedas, como si nunca hubiera visto un humano, alguien semejante a ella. Miró para el mar, luego al cielo, y luego abajo. Luego me miró a mi: uno de sus ojos era celeste, como el cielo que yo conocía, y otro, blanco, sin una pigmentación definida, y sus pupilas eran casi un punto naranja en el medio del gran iris.
-
¡La tierra es perfectamente redonda! -me gritó, levantando el brazo derecho; y retrocedí algunos pasos, más que por el susto, por la sorpresa. Me di cuenta que no era una persona racional, tal vez no era la indicada para preguntarle ese tipo de cosas, quién sabe por qué; pero estaba perdido, y en más, no sabía si había otro humano: era mi última esperanza, y la única.
Le pregunté si sabía el nombre de aquel lugar fantasmagórico para mi.
-Mentlyes. -me respondió, con una voz aguda como el cantar de los cantares, como el más soprano de un coro, como el grito de los cuervos rojos.
No pude imaginarme aquel pueblo en algún parte del mapa, y descarté la posibilidad de que aquel lugar existiera. Algo estaba pasando, eso era evidente, pero el gran problema era qué era exactamente.
Odiaba no saber donde estaba. El sentimiento de confusión y de estar perdido son los peores; no saber donde ir, ni saber qué hora es, ni saber, en más, si había alguna persona, era frustrante. Aquella mujer no me ayudo en nada, todo lo contrario, me confundió aún más, revolvió aún más los pensamientos entrecruzados.
¿Por qué tenía ojos de distinto color? ¿Y porqué tenía aquellos colores tan extraños?,pensé.
-Nací así -me dijo, cerrando los ojos, negando con la cabeza, amarrándose su pelo...
...Y me sorprendí, claro, ¿Acaso leía mi mente? ¿Acaso era vidente? ¿Acaso las facciones de mi cara delataron mi pregunta? ¿Acaso lo había imaginado...?

Un click se produjo en mi mente.¡Es que eso era!
Aquellas nubes planas, aquellos escarabajos exóticos, aquel bosque infernal, no era ni más ni menos que producto de mi mente, de mi imaginación, claro, sí, una quimera, una utopía, algo irreal, algo ilusorio, vano. No había nada de que preocuparse en absoluto, o al menos eso suponía. Era raro pensar que la jugarreta de mi mente le había salido mal, y pensar que yo podía controlar mi imaginación, era algo fascinante, algo que nunca había experimentado. Aquella era mi primera vez.

Fue cuando estaba mirando el mar infinito, cuando me di cuenta que la palabra
Mentlyes, el nombre de aquel lugar, provenía de la palabra Mente, y que cuando ella dijo que la tierra era una esféra, se refería, ni más ni menos, que al cerebro mismo. Era indudable, y algo estúpido también, ya que por tán lógico que sea, no pude descifrarlo la primera vez
-No hay nada de que preocuparse -le dije a la muchacha, con un desdén, poblando mi frente de arrugas.
Ella sonrió. Sabía a lo que me refería.

sábado, 27 de marzo de 2010

''Vi arena por doquier -me dijo, con ojos exuberantes y pródigos.''


Muy vulgar decir: a ti te escogí, a ti te abro la puerta, te deje pasar y la cerré cuando entraste a mi vida, para siempre. Lo cierto es, desafortunadamente, que no acostumbro a abrir mi corazón, aquel aparato lleno de sentimientos, aquellos que solo Dios sabe como se usan, como controlarlos, como evadirlos. Y no lo abro porque no quiero, si no porque no se como se hace, ni como se siente ni como se cierra aquella puerta.
Te abriré las puertas de mi mente, si de algo te sirve, si le das la importancia necesaria para pasar a un laberinto sin salida, a un bosque denso, con animales exóticos y plantas inexistentes, a mi propio mar muerto, sin vida. Sí, aquel era mi cerebro.
Pasá.
-Es verdad, tu mente es un laberinto -me dijo la primer persona. Tenía toda la razón del mundo, de eso no había duda. Un laberinto, con trampas que él mismo ingeniaba, y en las que yo caía siempre, sin aprender nunca en qué lugar preciso estaban. Un laberinto donde no conozco pasadizo alguno, donde quién sabe donde esta la salida; las puertas salvadoras no existían, estaría en aquella pesadilla para siempre, en un lugar donde no encontraría nada, cegado por la oscuridad de noche. El laberinto más difícil en el que he estado, y en el que tuve dieciséis años para poder salir de él, y encontrar la salida, victorioso. Hoy en día, sigo buscando aquella salida. Quizás no exista, quizás todo aquello no exista, quizás era todo producto de mi imaginación, también cegada por aquella tortura. Sea lo que fuese, me carcome la cabeza, día a día.
Sorprendida, la segunda persona me miró con ojos abiertos como platos, ¿Acaso por el desconcierto? ¿Acaso por la confusión?
-Sin palabras... El bosque más raro que he visto en mi vida.
¿Bosque? ¿Raro?
Era curioso pensar que aquellos factores, tanto el estúpido laberinto como el maldito bosque me identifiquen tanto. El bosque no representaba ni más ni menos la sorpresa, algo que no es ni positivo ni negativo, si no, digamos, neutro. En aquel bosque ni yo, creador de todo aquello imaginario, sabía lo que me encontraría. A simple vista, era verde, con árboles con copas bien altas, rascando el cielo raso y desparramando las nubes violetas. Al internarte en él, podías ver aves coloridas, que representaban alegría y felicidad, pantanos por doquier, representando tristeza, y arena, en abundancia, que, sin dudas, representaba confusión, algo que caracteriza el bosque. La arena, algo tan simple en la playa se convierte tan abstracto. ¿Para que sirve? A mucha gente le gusta, a otra no, la arena es algo que esta ahí, esperando para meterse entre nuestros pies, sin un fin afable.
Por las noches, en mi exótico bosque, llovía arena, y ahogaba las aves coloridas, las copas de los árboles, el bosque en sí, sofocando los lagos anaranjados, que representaban la valentía, y los cuervos negros, que representaban miedo.
Arena, no te quiero en mi vida, extínguete, pensé. Pero era inútil, era algo que nació, creció y se desarrolló con migo, para quedarse allí para siempre.
Esperaba que la tercera persona me diga que había visto un mar negro, lleno de curiosidad, pero no. Vio un cielo, con el sol poniente.
Me sorprendí, nunca antes lo había visto, y no pude interpretar ni captar de qué se trataba aquel sol, cuál era su señal, su objetivo oculto, su cógido no descifrado
-¿Esperanza? -me dijo la tercer persona, poblando su frente de arrugas, alzando los ojos y mirándome, como si yo pudiera contestarle. Supuse que era esperanza, la luz que combatía los males, algo que luchaba contra las más grandes tormentas de arena, intentando salir del laberinto e intentando nadar en el mar negro.

sábado, 13 de marzo de 2010

El otro sentido de las lágrimas.



-Te amo -le dije, por milésima vez. Enredé sus dedos cálidos y hermosos con los míos, gélidos y carentes de vida. Nuestras manos siempre fueron complementarias, al igual que nosotros mismos, ya que habíamos nacido para estar juntos, juntos para siempre; pero en la forma en la que su palma de su mano tocó la mía, noté que algo no estaba en el lugar que tendría que estar. Estaba todo desordenado, y eso no me gustaba.
-No te puedes ir -le musité, con las fuerzas que me quedaban.
Pestañeó con fuerza, y dejó sus ojos cerrados por una fracción de segundos, la más larga de toda mi vida. Trató de separarse de mis manos, pero no pudo, las tenía prisioneras ¿Y es que acaso aquel momento no podía durar para siempre? Simplemente, quería estar cautivo con ella toda una vida, y, en el caso de que tenga una segunda vida, me gustaría disfrutarla con ella también.
Y así todas mis vidas posibles.
-Sabes por qué me tengo que ir -me dijo, y sus palabras cortaron como cuchillas mi piel, mi piel escasa de existencia, sin sentido ahora. Negué con la cabeza, como si eso sirviera, como si eso lo impidiera, y ella, con sus facciones perfectas, me imitó, negando también, mirando a ambos lados...
...Y fue en ese preciso momento que ya nada importaba; haga lo que haga, se iría, para siempre quizás, daba igual. No podía separarme de ella, como a una abeja no la pueden separar del polen de las flores, o como a un drogadicto no le pueden sacar su mejunje diario de un día así porque sí.
Los túneles de mi mente se fueron oscureciendo, los rincones de mi corazón fueron desapareciendo, tal vez para siempre, ¿Quién sabe?, ¿Quién no?, ya que todos esos nidos se habían llenado con ese amor que me había dado ella. Nunca lo olvidaría, no me lo permitiría.
Milagrosamente, ella soltó sus manos con las mías, y no estoy seguro si fue porque realmente ella quería librarse, o si, contrariamente, yo la dejé ir.
-Te amo -le repetí.

-Yo aún más -me dijo, con sus ojos llenos de lágrimas, aunque ninguna de ellas se deslizó por sus mejillas.

-No te vayas -le imploré, y me di cuenta, rápidamente, que ningún elixir me compondría luego de eso. Estaría mal, de por vida, absurda e incompetentemente.

-Sabes que siempre te amaré -me confesó. Miró al cielo soleado, y ni el sol, tan perfecto y caluroso, tenía gracia ese día. Para mi, aquel día era uno completamente gris, en todo sentido.
Fue ella la que luego tomó mis manos y dijo, inesperadamente, algo que encendió las galerías llenas de penumbra, como si una pequeña luciérnaga hubiera entrado en mi cabeza. Una pequeña luz:
-Siempre ocuparás una parte de mí. Una parte de mi corazón.

Mis ojos imitaron los suyos, con lágrimas mas gordas, con lágrimas que quedarán absorbidas eternamente...
...Y fue así como me di cuenta que aquellas lágrimas eran las lágrimas más hermosas de toda mi vida.

Cuando la vi partir, cuando me dio la espalda, no fue tan doloroso como pensaba. Sus lágrimas provocaron un ardor en sus ojos, un brío en sus vistas, en cambio, en los míos, los sollozos seguían ahí, en el iris, nublándome la vista por momentos. ¿De que eran esas lágrimas? ¿Tristeza? ¿Añoro? Un conjunto, diría, sumando la felicidad, ya que, según ella, siempre estaré en su corazón, siempre seré una parte de ella, siempre me amará... Y podría vivir con ello.
Las lágrimas se hicieron para expresar emociones, pensé, y, en mi caso, expresaba algo de desconcierto, como si, luego de su triste partida, me sintiera feliz.
No estaba feliz, eso quedaba explícito. Pero pensar que mis lágrimas tenían algo de felicidad, me emocionó; pensar que había dado vuelta el sentido de las lágrimas, iluminó la poca felicidad que tenía mi cuerpo.
No eran lágrimas desperdiciadas, eran lágrimas hermosas. Las más hermosas de toda mi vida.

sábado, 6 de marzo de 2010

La gente decidió irse. La gente decidió partir. La gente decidió esconderse


Cuando me desperté aquella mañana, me di cuenta desde un principio, que no iba a ser un día cualquiera, un día ordinario. Me paré y estuve allí mucho tiempo, vacilante como nunca lo había estado un hombre recién levantado, un hombre que, en definitiva, comienza un nuevo día, una misma rutina. Logré pararme y caminar hacia la ventana, miré hacia abajo, hacía arriba y hacía el cielo. Éste estaba lívido, sin un color definido. Las nubes se concentraban en los costados, al margen del contorno del cielo, creando un circulo celeste, como un aro. Algunas nubes eran lo bastante espesas como para crear sombra, y otras, desafortunadamente, eran débiles, incapaces de producir oscuridad alguna, pero muy propensas a ser llevadas por el viento, aunque sabía que aquel día esas nubes se quedarían allí, ya que no había ninguna brisa, ningún leve movimiento de ráfaga. Nada. Ni el sol, impotente con sus rayos, se animó a salir ese día. Estaba bien escondido, en un lugar más allá de las nubes, más allá de lo visible. Sol, ¡Ilumina las calles! pensé, pero fue inútil.
Salí a la vereda. El ambiente estaba apagado, al igual que el cielo, al igual que la ciudad. El pronostico no podría haber definido aquel día; no estaba soleado, no había sol, no estaba nublado, nubes más nubes menos, no era lluvioso, ni tormentoso. Era, por definición, inestable.
Las calles se encontraban prácticamente vacías, poca gente caminaba, gente indecisa, desconfiada y supe de que se trataba, como sabe una abeja que tiene que buscar polen en diversas flores.
Pasé por enfrente de un local, un kiosco, diría y, aunque estaba abierto, nadie se encontraba allí. Nadie atendiendo, nadie comprando. Me permití, como hacemos los humanos diariamente, tomar un diario, solamente para verificar lo del pronóstico. La primera plana tampoco tenía muchas noticias que dar, claro, en un año tan crítico como el 2012, ¿Quién pondría noticias? ¿Quién las contaría? El fin del mundo, o, más bien, el fin de nuestro mundo, se acercaba precipitadamente, y la gente, ignorante por sobra, pensaba que, con el simple hecho de quedarse en casa, se podría salvar de aquella muerte y todos saben, en lo más profundo de sus cerebros, que nadie escapa de ella, aunque quieran.
¿La muerte? ¿Acaso existía algún significado lógico para aquello? Es algo tan curioso para algunos, tan estremecedor para otros y, en mayoría, temeraria.
Seguí caminando, como una persona cualquiera que camina un lunes por la mañana. Aquel día era diferente, claro, todos iríamos al cielo (o, según creencias, iríamos algunos al cielo y otros, como dicen, al infierno) de algún modo, y me pregunté de que forma el mundo deparará nuestro destino.
Llegué a una plaza, también carente de color y gente, carente de personas y vida, ya que parecía que hasta las aves e insectos se habían enterado que tal cosa iba a suceder, excepto, por lo que vi, un perro. Un lindo perro. Movía la cola, mirándome, como si fuera comestible, como si fuera un aperitivo.
-Tú no tienes miedo -le susurré, esperando, absurdamente, una respuesta. Él me sacó la lengua y se sentó. Pude ver sus costillas muy notorias; no había indicio de carne, solo eran huesos, cubiertos por una piel, y a la vez por pelo color marrón claro. ¿Era una señal? ¿Nos íbamos a morir todos de hambruna por el miedo?
El temor gobernaba las mentes, las calles, las casas... el mundo. ¿Y acaso el temor nos iba a hacer morir de hambre? ¿Si aquel día de octubre del 2012 no iríamos a morir todos, la gente se quedaría esperando hasta que pase? ¿O saldría? Y no pude responderme. La mente de un humano es tan compleja, tan impredecible, astuta en algunos sentidos, pero tan dormida, como si fuera sumisa.
Me quedé sentado allí, en el pasto, solamente con el perro, esperando aquel fin de capítulo, aquel fin de una humanidad que se equivocó y que no pudo aprovechar satisfactoriamente lo que la naturaleza nos dio. ¿Y es que acaso fuimos tan malos como para tener aquel final, aquella conclución?

La noche pasó, y nada sucedió, excepto por el perro, que se fue, a buscar comida, quizás, a buscar un techo, tal vez. Las nubes se juntaron, se nublaron y rompieron a llover, regando los pastos, las copas de los árboles.
Nada había ocurrido aquel día, ahora solo había que esperar que la gente, en definitiva, se de cuenta, y que reaccionen como tienen que reaccionar, aunque esperaba que todos se den cuenta que no existe tal cosa, aunque, claro, cualquiera me podría contradecir.
Que pase lo que tenga que pasar. Todo estará bien pensé.

lunes, 22 de febrero de 2010

Orillas del destino


Nadaba entre los espíritus negros, los fantasmas de los que alguna vez estuvieron enamorados, entre los corazones rotos y despedazados... ¿despedazados de amor? ¿Quién sabe?; me encontraba en un río de sangre púrpura, proveniente, ni más ni menos, de los corazones, rotos y fracturados, y me pregunté que habrá pasado y, quién sabe porqué, la palabra traición apareció en mi cabeza.
¿Corazones? Me atrevía a llamarlos así. Forma de aquello no tenían, pero no porque nunca lo fueron, si no porque cambiaron, de alguna forma u otra. ¿Acaso un corazón roto se convierte en otra cosa? Diría que sí, ¿No? Nunca le desearía a nadie tener aquella sensación hueca, aquella sensación que se siente al tener un corazón roto. Claro, que aquel se puede sanar, con tiempo y paciencia, dos virtudes que casi nadie goza, y dos virtudes de las que, actualmente, se necesita, y mucho, mucho más de lo que la gente piensa, incluso yo.
Pero, luego de la brazada número cuarenta, alejando de mi los restos de lo que una vez fueron corazones, me di cuenta que no estaba solo, había mas gente allí, muchachas y muchachos, niños y niñas, adultos y gente con ya edad, y no estaba muy seguro si tendrán, o no, más idea que yo de aquel río místico, púrpura y lleno de lo que, a simple vista, parecen sesos.
-Ché, vos... -le dije a una chica que andaba vagando igual que yo, también haciendo brazadas. Pude ver, en su rostro, que no sabía, igual que yo, porque estaba allí. -¿Qué hacemos aquí?
Su rubia cabellera bailoteó en sus hombros cuando movió su cabeza para ambos lados, señalando en sus ojos que tampoco tenía idea de porqué estaba allí. Pero el hecho de que me encuentre ahí era, además de curioso e intrigante, muy perturbador. ¿Habrá, muy en el fondo, una señal?
-Sé porque estoy aquí, lo que no sé es cómo llegué aquí -afirmó la muchacha, abriendo los ojos como monedas, y éstos, más hermosos que nunca, fueron como reflectores celestes, entre toda aquella agua color carmesí.
-Si se puede saber... -le dije, poblando mi frente de arrugas.
-Me peleé con mi novio.
Noté como la situación se tornó absurda cuando habló, pero, particularmente, no me reí, y tampoco hice algún desdén de burla, ni mucho menos. Mi cara, que rebelaba confusión mezclada con un poco de pánico, ahuyentó a la chica que, luego de un giro de cabeza, desapareció, haciéndome oler su fragancia a pera con un extra de frutilla. Qué delicia.
Claro. Estaba bien claro que aquel río quería decirme algo, pero el problema no era ese, era, sobre todo, que no encontraba qué quería decirme en verdad; reconciliación, quizás, empezar algo, tal vez.
Yo ya no nadaba, aquella corriente espesa me hacía avanzar, y era inútil que me resista, porque aquella correntada era fuerte, pero, en lo más íntimo de mi corazón, tenía ganas de que el agua me transmita aquel mensaje oculto. ¿Qué más daba? De repente, el rojo del agua empezó a desaparecer, mezclándose con agua normal, y las figuras e intestinos a mi lado empezaron a quedar atrás, allá lejos. ¿Es que ahora estaba en un río de verdad? Pues no, pude vislumbrar grandes piedras en el fondo, bien en el fondo. Tome una.
Y me di cuenta que no era una piedra, era una roca con forma de corazón, igual a todas las del fondo. Y aquella señal fue la que me hizo entender todo, y me estremecí, al pensar que capaz aquel río no tenía toda la razón del mundo.
Ni con más ni con menos palabras, aquel río me decía: Ey, despertate, ¡JUGATELA!
Claro, aquellos corazones despedazados eran los que si se habían arriesgado y los que sí, de alguna forma u otra, se la habían jugado. Pero, como es lógico, fracasaron, por eso se encontraban en aquel arroyo; supuse que, después de un tiempo, se iban a recuperar, o eso pensaba. La conexión que encontré me hizo entender otra cosa, mucho más adversa. Aquellos corazones nos representaban a cada uno, y aquel río era, sin duda, la vida misma, esa con una correntada tan fuerte que te lleva y no te das cuenta, esa que, si no la remas, quedás en el fondo, como aquellos corazones rocosos. Claro, tenía que ser eso y, además, tenía sentido.
Los otros corazones, más escalofriantes aún, eran esos que no se animaban y los que se quedaban en su lugar, pensando, sobre todo, que estaban bien sin jugársela, y me pregunté, luego de un rato de pensar, si aquellos corazones de piedra eran parecidos al mío...
... la respuesta no me agradó en absoluto.

sábado, 20 de febrero de 2010

Raiz usada, mente repetida, cuerpos sustitutos


Entre la juventud, aquella aterradora pero hermosa edad, a la que todos quieren volver, me encontraba yo, igual que todos aquellos jóvenes que, a simple vista, gracias a la moda y al mercado similar, no se los diferencian muy bien, haciendo una multitud joven, con vestimenta idéntica o, simplemente parecida. Aunque ni en mis facciones del rostro, ni en las comisuras de mi boca, ni en mi forma de expresar sentimientos y desacuerdos, ni en el echo de que soy uno más de este mundo, ordinario, nadie encuentre algo raro, algo diferente a todos los demás, yo se, y lo guardo lo más hondo posible en mi corazón, que tengo algo que a muchos les intrigaría, como a mi, que a muchos les gustaría tener. En mi caso, me daba igual tenerlo o no. Más que un don, era un recuerdo, un recuerdo que todos tenemos olvidado en algún nido de la mente, y está tan bien arrinconado que, aunque traten reiteradas veces de recordarlo, no lo consiguen.
Algunas veces me gustaría que alguien sepa mi secreto, aunque sé que si pudiese contarlo, nadie me creería, y me tratarían de loco. Por eso traté de que mi rostro, más bien mis ojos, traten de comunicar aquel mensaje tan oculto en mi; algunos lo llaman telepatía, la capacidad de decir algo sin mover la boca, ni hacer señas. Pero, en mi único intento fallido de quedar cara a cara, aliento con aliento, nariz con nariz, lo único que conseguí fue una simple risa, y se que, si se enterara de mi gran secreto, lo último que haría sería reírse, más bien, quedaría más acorde un soplido, una ceja levantada, o una simple mirada tajante, asintiendo de que el mensaje fue captado, analizado y luego, como todo, olvidado. Bufé, ante la idea de que, con la mirada, intenté comunicar.

De todas las mentes y conciencias que hay en esta vida, en esta tierra, el destino, el azar, la casualidad o eso que tiene muchos nombres, eligió la mía.
Todo lo que los humanos hacemos, y lo que el cuerpo nos permite hacer, es controlado por el cerebro. Pero muy pocos saben, o muchos ignorantes desconocen, es que todo aquello es comprimido en el 2% de todo el cerebro. En mi caso, en mi extraño y peculiar caso, yo tenía una expansión de aquel mísero porcentaje, aunque se que aquella virtud no era algo humano, era algo más irreal y místico que otra cosa, es por eso que me estremecía cuando imágenes bombardeaban mi cabeza. Mi merced era, mas que todo, un fino recuerdo de mi vida pasada, de mi antigua vida, de aquella que no se sabía muy bien si existía, si existió o si nunca hubo tal cosa. ¿Acaso todo lo recordado era sólo producto de mi imaginación... o Acaso yo en realidad tuve otra vida, y recordaba muy bien qué había hecho en aquella?
Soy, entre todos los rangos y clasificaciones que se pueden dar en una sociedad, los que piensan que, luego de morir, el cuerpo se queda solo y el alma se sustituye por otro cuerpo, por otra vida, como si, luego de que una flor muera o se seque, otra nazca de aquellas raíces viejas. Es muy absurdo tratar de recordar algo que, francamente, para uno, no existió, pero tardé varios en años en darme cuenta que los recuerdos que iluminaban túneles en mi mente eran, ni más ni menos, que memorias de mi vida pasada, de mi vida anterior, haciéndome pensar en las cosas que hice y que no pude hacer en aquel pasado que yo creía lejano. Pero lógico, claro, es creer que uno no puede, así como así, volver atrás y ver que hizo mi antiguo yo, mi antigua esencia.
De nada me sirve saber que hizo el portador de mi alma en la antigüedad, claro, ya que el tiempo siguió transcurriendo, y las cosas cambiaron. Pero, aunque no quiera acordarme de lo absurdo que es todo esto, aquella memoria me persigue, en el sentido de que, por ejemplo, al escuchar una canción muy antigua, recordarla, con mis insignificantes dieciséis años, sería imposible. Pero, como mi alma la escuchó en su momento con su otro cuerpo, yo, en la actualidad, la puedo reconocer tranquilamente, y cantarla y tararearla a la par.

Vidas pasadas, destinos, casualidades, azar, alma... ¿Acaso algo de todo aquello existe? Puede que si, como algunos creen y afirman, o puede que no, como algunos que niegan y tratan de locos a los que sí llegan a creer. ¿Acaso todos tuvimos una vida pasada y es imposible recordarla? ¿Acaso soy el único que recuerda aquello? Es inquietante saber donde estuvo nuestra esencia antes de que el cuerpo contemporáneo. ¿Estuvimos en algún lugar antes? Son respuestas con explicaciones infinitas, o no, con una explicación que nadie sabe y que muchos intentan se descifrar. Yo sé que mi mente me hace jugadas y yo soy tan inútil que no puedo hacerle jugadas a ella. ¿Acaso estoy cayendo en una trampa, una jugarreta de mi conciencia? Espero que no, pero esperar o desear son cosas que no tienen mucho sentido.
Aquel pensamiento va más allá de mi, resaltando lo más sublime de todo lo que puedo llegar a creer. Me imaginé, y luego me pregunté, si la flor que le regala un simple novio a su novia tuvo antes otra raíz, o si el ramo de romero que arranca una muchacha antes tuvo la posibilidad de ser arrancada en el pasado.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Donde uno no arriesga y ninguno gana.


El cielo estaba lívido, de un color indefinido, ya que el sol no se decidía si salir o no, y las nubes, algunas grises y otras mas blancas, decidieron, de un día para otro, controlar el cielo, tapando el precioso sol. Aunque ningún rayo de sol podía atravesar aquella nubosidad espesa, el aire era cálido, capaz de calentar un rostro frío, pero inepto para evaporar charco alguno. Viento: moderado, aunque, de vez en cuando, algunas mínimas ráfagas azotaban las copas de los árboles, llevándose con ella algunas hojas, secas, verdes, daba igual.
Desde una ventana analicé el día lo mejor que pude, con los escasos datos que tenía, sacando también conclusiones sobre si llovería o no en horas. Esperaba que no, aunque los datos no me acompañaban con eso.
Más allá de los árboles que tapaban gran parte de mi vista por la ventana, vi una pareja, un muchacho de cara pálida, hablándole a una mujer con lágrimas en sus mejillas. Él la abrazaba, consolándola, supongo. Le decía algo al oído, palabras de consuelo, quizás, palabras de aliento. Vi como a la mujer no le importaba nada de aquello, nada de sus palabras sin sentido. Se separó de él bruscamente y, dando un giro dándole la espalda, esa frágil espalda, echó a correr, agitando su cabello contra la brisa y el viento leve.
No era de mi incumbencia, y se que muchas cosas podrían haber pasado allí afuera, pero, ¿Qué mas daba?, abrir una cápsula con posibilidades en alguna parte indefinida de mi mente fue inevitable. De todas aquellas opciones, una más trágica que la otra, escogí, por carne propia, una que podría haber perjudicado tanto al hombre de cara pálida como a la mujer de los pelos al viento. Algo tan abstracto, complicado y hermoso. Relación terminada, y no me animaba a imaginar la palabra amor, era demasiado fuerte y no estaba seguro si aquello hubiera correspondido a aquella pareja que quién sabe quienes eran.

El mundo de las relaciones terminadas que luego vislumbré fue algo de lo que ahora me arrepiento. Hermoso es cuando las risas, alegrías, felicidades y seguridades reinan sobre la pareja, y me pregunté si alguno, el hombre o la corredora, se hubiera preguntado cuándo terminaría aquella relación, cuánto duraría. Y pensar, estando con una persona, cuánto tiempo queda para reírse, no es bueno. Ideal sería disfrutar al máximo cada momento, cada minuto, cada instante. La pregunta que aquella pareja tendría que haberse hecho fue: Todos los momentos juntos vividos... ¿Valieron la pena hasta este momento, hasta este momento donde sufrimos, hasta este momento donde nos consideramos una relación terminada? Diría que si, pero soy de los que piensan que cualquier momento vivido valió la pena, suprimiendo aquellas torturas o secuestros de dignidad que algunos sufrieron.
Escalofriante, si, pero la pregunta preliminar tendría que ser, ¿Para qué voy a enamorarme, si, al fin y al cabo, voy a terminar sufriendo, como aquella pareja? Por eso me imaginé otro mundo, mucho mas terrorífico que el universo de las relaciones terminadas. Este mundo es diferente, es un mundo donde los hombres tienen miedo a sufrir, y se alejan de la fuente de aquel sufrimiento: las mujeres. Un mundo donde los hombres intentan crear una barrera entre las mujeres; pero, al final, ese muro es tan inútil, tan frágil, como si aquella muralla fuera de pétalos de rosa, o de simples plumas. Pero, a pesar de lo angosto que sea aquel muro, no lo traspasan. Es un mundo donde nadie se anima a nada, donde los hombres no se animan a gozar lo mas hermoso de la vida, ni las mujeres se animan a traspasar aquel conjunto de pétalos. Es el mundo donde los hombres no aman a las mujeres.
Intenté crear otro mundo más pavoroso y espantoso, pero no pude, aquel se ganaba el premio al mundo con menos sentido, y con más razones para que desaparezca, es por eso que tenemos que tratar, entre todos los habitantes de aquí, en no convertir el planeta tierra en un mundo así, tan imperfecto, tan ridículo.
Ahora si me arrepiento de algo más, me arrepiento de que El mundo donde los hombres no aman a las mujeres haya ocupado un lugar en mi cerebro, y juro solemnemente que no fue intencional, y que nunca, nunca más, imaginaría algo así.

lunes, 15 de febrero de 2010

Un segundo bien usado


Neuquén: un pueblo chico, convertido en una ciudad, más chica aún, con edificios viejos, incomparables con los nuevos, los más modernos, con casas grandes, con grandes jardines, contrarrestando las chozas, las casas de chapa, donde su patio es apenas la calle o tierra húmeda. Terrible, pero si, es donde vivimos, un lugar lleno de contrastes... pero eso lo sabían todos, ¿no?.
Definir a toda la gente en mismos adjetivos, como pude decir que Neuquén esta lleno de contrastes, más que todo, sería una aberración. Particularmente no podría hacerlo ¿Todos son mentirosos... soberbios y niños de mamá? No, no lo son, ilógico sería solamente pensar qué pasaría con un mundo donde todos sus habitantes sean así (eso tampoco me permitiría pensarlo). Me atrevo a decir que a todos los une un sentimiento mutuo, algo que, oculto y no tan bien arrinconado, duerme en cada alma de cada persona, y que cuando llega la hora, despierta y golpea, más fuerte que nunca, las paredes de la conciencia y de la razón: el miedo, algo que muchos subestiman.
Pero lo cierto es que no puedo englobar todos los miedos en una misma categoría, por el simple hecho de que no todos tienen los mismos temores...
...Pero en esta realidad egoísta, puedo confirmar que más del 90% tiene un miedo en común, un miedo paralizante, sin vuelta atrás, como el ardor de un pétalo de una rosa, o, más trágico aún, como el detenimiento del pulso, como el derroche de sangre humana o como el hecho de no pestañear más. Ese miedo simple como el dejar de respirar, como el hecho de quedarse inmóvil de por vida, si, tan simple como el hecho de morir, por una u otra causa, sea por el asesinato o caos natural; como el choque de autos, o, más funesto aún, por suicidio, la muerte más fatal, complicada y adversa.
Me atrevo completamente a sustituir mi cuerpo aburrido, incapaz de hacer grandes cosas, por el de un maníaco psicópata, de esos con ganas de matar, en este caso, a toda una ciudad; cualquiera pensaría que es una idea anormal, pero, en mi caso me resulta inquietante. Turbador sería tener el poder de lanzar una epidemia, probándolas con una ciudad entera, como si, en este caso, Neuquén estaría en una pecera, y yo, desde lo más alto, desde el flanco más superior del recipiente , observo cambio alguno.
Nunca, en mi gran fantasía de poder tener aquella potestad, se me ocurrió la idea de asesinar, por dos razones: ...
Una, no tengo (ni tuve y nunca tendré) ansia ni afán de ver gente sufrir, ni escuchar gritos y plegarias que, si las escucharía un real asesino, no les importaría demasiado. No tengo el cerebro negro, solo quiero divagar. Estoy en la cuenta que divagar en formas de matar no es bueno, y que hay otras cosas por las que preocuparse, pero la pregunta crucial sería... ¿Qué pasaría si...? Y, la continuación de aquella pregunta con incógnitas infinitas, me resulta completamente inquietante, más que todo lo que sobra.
Mi segunda razón es mucho más simple, aunque engloba cosas a las tengo más en cuenta: matar gente, sea por cualquier razón, no es bueno. Por eso pensé, y reflexioné donde las ideas se cruzan, que no sería yo quien terminaría con lo que se conoce como una ciudad, lo haría otra cosa, con un mínimo y pequeño empujón.
Escogí algo fuera del alcance de los humanos: un caos natural. Dios de los grandes y catastróficos cuatro elementos, tierra, aire, agua y fuego, titulé la gran tarea. No puedo controlar ningún elemento, lógicamente. Pero hay uno que está, de una forma extraña, mas cerca de mí que de los otros. No podría hacer nada con la estúpida tierra: ¿Placas tectónicas de bajo de Neuquén?... ¿Cómo lo lograría? Es imposible, y, luego de discusiones con mi mente, descarté la tierra. El aire también es inútil, ya que imposible sería controlar los vientos y absurdo sería llamar ridículamente a los tornados ... y el fuego, el que creía más eficaz, es incapaz de controlar. Ese es mi miedo, el fuego, el ardor, las llamas flameantes. Descartado. Quedaba el agua, las grandes masas de agua que, con un empujón, Mi pequeño empujón, seguirían su movimiento físico natural. La gran represa El chocón sería perfecto.

Burlar aquellos controles de seguridad fue una tarea fácil, aún más factible de lo que pude pensar. La bomba más mínima abriría una grieta, y no importaba su tamaño, ya que la hendidura más chica provocaría que el gran muro se derrumbe, dando a conocer la gran ola que a medida que avanzase, arrasaría con todo aquello que conocí como Neuquén.
¡Boooooooom!
Escuché gritos, plegarias (de esas que no planeaba escuchar), llantos y lamentos. Fue todo muy rápido, y la ola avanzó como un viento progresa sobre las montañas, y yo, desde el lugar de origen de aquella ola, la vi. Me sentí como un espectador, lleno de culpa, viendo como el agua asolaba y devastaba todo lo que se entrometía, y la luna, la que me observaba, se veía más grande, ya que los grandes edificios ya no estaban en el medio. Ya no había nada entre nosotros; solo estaba la gran luna, mirándome, y yo, desde la península que creé al hundir la ciudad, contemplándola.
Donde hubo indicio de casa, edificio, construcción o, más grotesco aún, donde hubo yacimiento de raíz de árbol, quedó más que agua, dando lugar a un nuevo mundo bajo agua, incapaz de habitar por algún ser vivo que conozca.

Cuando, luego de un gran pestañeo, pude vislumbrar los bancos de la plaza donde estaba, me paré y giré la cabeza, a la derecha, a la izquierda, así tres veces. Curioso fue pensar todo aquello, en apenas una fracción de segundo, lo que dura un simple pestañeo, un soplido, una simple risa, un simple estornudo provocado por alergia a la primavera, un simple beso de despedida, o de reconciliación, un chasquido de dedos, un giro de cabeza, una risa, lo que dura el ruido de una gota de una hoja al caer, un minúsculo ladrido, o el simple ulular de una lechuza.
Usé esa fracción para otra cosa, completamente diferente.