sábado, 24 de abril de 2010

Las nuevas lunas que conocí en las profundidades


Mi cuerpo desnudo se arqueaba, se estremecía, impulsado por el frío insoportable de aquella noche. La luz de la luna rebotaba en las masas de agua, pero era absorbida por la arena mojada. Yo la contemplaba, la escuchaba, la sentía en mis venas, en lo más profundo de mi corazón.
Sentía el olor de los árboles, como éstos se comunicaban unos con otros, como las hojas se morían y caían a la arena, al suelo, como las aves dormitaban, y pude adivinar qué estaban soñando exactamente. Concebí como ellas también se agitaban con el frío que entraba entre sus plumas.
-Siente la luna, ámala. -me dijo mi nueva amiga.
Quería unirme a ellos, a esa gran manada, sin preocupaciones, responsabilidades. Lucharíamos juntos, contra todo aquel contaminante humano, contra todo; lucharíamos, y venceríamos.

Traté de dejar el planeta tierra, de ir más allá de las olas, a las profundidades, para hablar con los corales, para que me cuenten sus más íntimos secretos, para oír los chistes de los peces y reírme con ellos. Pero no pude. Intenté elevarme a la luna, acostarme sobre ella, que me caliente, que me transforme, que me entienda, que llore con migo, que me diga sus penas, que me hable, que ella también se acueste en mí. Pero tampoco, nada pasaba, nada sentía.
-Acércate -me dijo, y yo obedecí. Avancé hasta que una ola alcanzó mis pies, mis fríos pies. El agua estaba tibia, tranquila, serena. -Escucha lo que el agua tenga para decirte -me musitó al oído, como si fuera fácil para un principiante. Intenté que la sal escondida en el agua entre por mis poros y se me mezcle con mi sangre roja, con mi saliva y con mi sudor. Pero era inútil.
Pero ya estaba empezando a dudar sobre mi transformación: ¿Es que acaso quería seguir siendo humano? ¿Es que acaso no podía dejar mi vida humana, mis costumbres, mis hábitos, mis defectos, mi forma humana en sí? Estaba apunto de pasar a una etapa libre, sin preocupaciones, sin fallas, sin nada. Nada de nada. ¿Acaso quería eso?
Sí. Sí lo quería... ¿O yo me quería convencer?
-Olvídate de tu forma humana, trata de desarmarte con el aire. -me dijo y se sumergió en el agua. El mar estaba más tranquilo que nunca, ninguna ola me azotaba mi cuerpo desnudo que estaba allí, entre las aguas. No quise olvidarme de nada. Solo quería despedirme...
...Despedirme de las cosas que pasan a diario y que todos los humanos damos por alto, y no nos damos cuenta. Extrañaría el ruido de la naturaleza, el de los bosques, el de la selva, el silencio de los desiertos y los gritos de las montañas; extrañaría el cielo, poder verlo, poder observar sus cambios todos los días, poder quererlo; extrañaría la adrenalina, estaba por convertirme en uno de los reyes del mar, no iba a sentir nunca mas la adrenalina en mi vida; extrañaría las caras humanas, los ojos, el pelo, las narices, las bocas anchas, los dientes filosos y grandes; extrañaría cuerpos, torsos, brazos, ¡Piernas!, ¡Como extrañaría las piernas!, nunca más iba a caminar, sentía que mis piernas se iban cada vez más con el agua. En fin, extrañaría la vida, sí, la vida.
-Déjalo todo -me dijo, luego de volver de las profundidades -Trata de echarlo de tu mente, porque no hay vuelta atrás.
Cerré los ojos, y me di cuenta que extrañaría el sol, el calor, el viento, la brisa. Extrañaría todo, absolutamente todo; pero entendía también que me iba a sorprender con todo lo que iba a descubrir. Estaba por entrar a un nuevo mundo, ¿Estaba dispuesto a dejarlo todo para empezar de nuevo? Tanto me costó adaptarme al mundo real. ¿Lo haría de vuelta?
¿Valía la pena desperdiciar mi vida humana para empezar un nuevo capítulo en mi vida?
-Ahora, sumérgete.
Abrí los ojos y me sumergí rápidamente. Cuando mis pelos se ahogaron, cerré los ojos instantáneamente, gracias al agua salada, y al hardor que ésta provocó cuando tocó mi iris. Estuve algunos segundos allí, sin respirar, hasta que mis pulmones se secaron por completo; estaban muriendo, al igual que yo, al igual que mis anteriores hábitos, al igual que toda mi vida. Luego de unos minutos, en los cuales divagué allí, sin razón ni tiempo, sin pensar, sin razonar, sin tiempo para arrepentirme de nada, sumergido en el agua, abrí los ojos. Vi claramente todo. Todos me saludaban, pegaban gritos, me alentaban, nadaban como locos, y me di cuenta que aquel era el ruido del mar que a los humanos tanto nos daba curiosidad: aquellos gritos, aquella vívida bienvenida.
Mi vida, mi antigua vida, quedó en la superficie, más allá del mar, en la orilla, en el bosque, quedó en cada lugar terrestre de la tierra, entre las hojas, en las nubes, en el césped, en cada pájaro, en el ulular de una lechuza. Estaría en cada lugar. Ahora tenía una nueva, una mejor. Con una sonrisa, pude mostrar mis nuevos dientes filosos, y, nadando con mi nueva cola de pez color escarlata, me fui hacia las negras profundidades, con mi nueva sociedad, mis nuevos amigos, dispuesto a ver, a sentir y a aprender a lo que tanto temía. Mi nueva vida acababa de empezar, ya no había vuelta atrás.
Me fui con mi nueva gente, los sirenos, las sirenas, que nadaban a mi alrededor.
Sireno, ahora eso era.

viernes, 9 de abril de 2010

La página 79.


Las plazas en primavera eran un arrebato de gente; niños por doquier, por allí y por allá, jugueteaban unos con otros, riéndose. Esquivándolos habilidosamente, pisando la hierva verde que crecía en el suelo, caminaba, sin un rumbo muy bien definido. Necesitaba un banco, o al menos un lugar para sentarme. O fue mi propia impresión, o la primavera en sí toca las yagas de los impulsos emotivos y crea una atmósfera armoniosa, generando parejas felices, noviazgos eternos. Entre los pocos grandes árboles, estaban aquellas parejas, más allá de los gritos de los niños. Lo peor no era que las parejas demuestren su amor a los pobres, como yo, que no tienen todavía un alma gemela, si no era que, además de ocupar las grandes distancias entre un árbol y otro como si fueran una manada, también ocupaban aquellos bancos.
Tratando de no ver los besos pesados de los jóvenes a mi alrededor, ví un banco enorme, con espacio de sobra. Cuando aceleré el paso para llegar rápido, me pregunté porque aquel estaba vacío.
Cuando llegué y me senté, vi en el otro rincón un señor, común, diría, con un sombrero bastante llamativo, no por el color ni mucho menos, si no por la forma, al estilo gala. Leía un libro concentradamente y, con el mayor disimulo, traté de leer el título. Y este era: Las entrañas de los porqués. Supe que aquel era un título demasiado amplio en significado, lógico o no, y, tratando de alejarme lo más de él gracias a los prejuicios naturalmente que a los humanos nos surgen hacia algo no tan parecido a lo que uno es en sí, direccioné mis ojos para otro lugar. No desperdicié mi tiempo, la meditación era fundamental en tiempos donde los labios se besaban hasta sangrar, y donde a los abrazos no les importaba cuanto calor hacía.
Había dos cosas que me llamaban la atención de una forma abrupta: una era que no estaba cansado y por lo tanto tenía una necesidad implacable de sentarme, no importaba si en el piso, o en el banco con un viejo pétreo, necesitaba sentarme. La segunda cosa que me llamaba la atención era el señor que tenía a no menos de un metro. Ya había estado quince minutos allí y el viejo no se habia movido, ni sus ojos se movían con el ir y venir de las letras del libro, ni la poca brisa que podía atravesar los árboles le movían los pelos marrones con canas. Eso, entre otros factores adjuntos que surgen con el abrir y cerrar los ojos.
-¿Cómo está pasando su Viernes? -preguntó el viejo al aire. Aunque sabía que me hablaba a mi, no lo hacía parecer. Es que su cara no se movió ni en lo más mínimo. Sus ojos, negros como la noche sin luna, no se habían movido de la página del libro. Por cierto, me di cuenta al instante que, desde su tiempo allí, el viejo extraño no había cambiado la página, la 79.
Una escalofriante sensación recorrió mi cuerpo. No pude responderle, no por que no quería, si no que mis labios, absurdamente, estaban pegados, cosido uno con otro. Me levanté por el impulso del misterio y, dejando las ganas del descanso atrás, empecé a caminar. Pero antes de pasar la figura del viejo, él me dijo:
-Tu no tienes la culpa. Él lo quiso así.
Giré mi cabeza, y mis labios reaccionaron, aunque antes de emitir algún sonido, el viejo, nuevamente, habló por mi.
-No digas nada, no es necesario. Él no acepta críticas, podría aplastarte en lo que dura un silbido , en una fracción de segundos. No corras el riesgo, porque él sabe que en sus manos estamos todos al filo de la muerte. Él quiso que nos encontremos, claro está. Él quiere que te regale este libro -dijo, acercándome el libro, abierto en la página 79.
Con vacilo, tomé el libro con inseguridad, no muy tangible de qué se refería cuando decía Él.
-
Leelo desde el capítulo 6. ¿Para que empezar desde el principio si los libros son tan predecibles? Total, él también dicta los finales de los libros, y decide si serán aquellos felices o tristes. -me dijo el viejo, con los ojos abiertos.
La figura en sí del anticuado me daba intriga. Tenía facciones muy leves, casi no tenía gestos: su cara siempre estuvo petrificada, y, aunque se que es imposible, no lo había visto pestañear ni una vez.

Volví a mi casa lo más rápido posible, sin que me molestaran las infinitas parejas de aquí para allá.
Encendí la luz en mi habitación, y ésta, con una velocidad envidiable, echó a toda penumbra y oscuridad que por los rincones reinaban. Sin tratar de olvidarme ni de despistarme, abrí el libro en la página 79. El capitulo 6, titulado Todo está escrito , inciaba de la siguiente forma: Él supo desde los inicios de la historia lo que iba a ocurrir, con detalles y consecuencias; él sabe que, aunque nadie hable del tema, todos sabemos que el es el todo poderoso de los finales, del tiempo...
Y ahí, nadando entre todas esas palabras vacías para mi, me di cuenta que tanto el anciano como el libro nombraban a él. No sabía muy bien a que se refería específicamente, pero de algo el viejo tenía razón: sea quien sea Él, quería que el viejo y yo nos encontremos. A eso se debía esas ganas insoportables de sentarme extrañamente, a eso se debía que justo el único banco con lugar era el del viejo, a eso se debía que el viejo justo en ese momento esté leyendo el libro.
Fue todo muy justo, cada cosa encajó con su consiguiente. Así, podríamos imaginarnos la vida como un rompecabezas: cada eslavón de la cadena de la vida tenía algo escensial. Toda acción lleva a otra cosa. ¿Casualidad? No creía en esa palabra, eso no existe. Todo pasa por algo.
¡Ah! Sí...
... Él es el destino.

El polvo gobernaba los libros en la parte izquierda de mi biblioteca. Y ahí, entre los libros olvidados, puse aquél, tratando de nunca más recordarlo, ni al título ni mucho menos a la página 79. El destino, algo tan curioso y abstracto, quería que lea ese libro, quería que aquel viejo macabro me lo conseda. Pues no lo hice, y no podría decir que le gané al destino, eso es imposible. Él está siempre a un paso delante de nosotros, de eso si estaba seguro.
Yo me quedé en la página 79 eternamente, sin terminarla. Él ya iba por la 80.

viernes, 2 de abril de 2010

Los cuervos rojos


Cuando me desperté, cuando pude despegar párpado con párpado y vi una luz al final del túnel del cielo, me di cuenta que no sabía donde estaba. Traté de tantear mí alrededor con mis manos temblorosas, sin levantar la mirada. Pude distinguir hojas rasposas, frías como las gotas de un río, grandes como las masas de hielo. Me senté, y realicé que estaba en el medio de un bosque, algo exótico por lo visto, y desconocido a simple vista. Los árboles estaban doblados, con hojas coloradas; la tierra era blanca como la leche, con sus escarabajos voladores de color dorado caminando y volando por ahí, por encima de mí; el cielo era lívido, indefinido, color violeta, diría, acompañado de lunas, algunas mas blancas que otras, con formas confusas.
Logré, luego de tantos intentos fallidos, desparramar las hojas y poder pararme. Me enterré en la arena, como si fuera fango. Mirando para todos lados, caminé por el sendero del bosque, desconfiado, sin saber que esperar, mirando derecha-izquierda a cada paso. Había mariposas por doquier, con alas enormes y de todos colores; éstas, bailoteaban con las luciérnagas, hermosas por naturaleza, aquella naturaleza tan extraña. Aquel lugar era uno muy hermoso; pero raro para mi, no podía acostumbrame, y tampoco debía.

Caminé y caminé, surqué y me metí entre los árboles, zigzagueándolos. Cuando el bosque quedó atrás, y la tierra, suave como la harina, desapareció, me encontré con una playa. La arena, color esmeralda, era como cemento, dura, y el agua, tibia, era amarilla, y se mezclaba con las grandes olas que a rato azotaban las piedras de las costas. Al lado de una gran roca con forma de medialuna, vi a alguien. Era una mujer, con pelos lacios negros hasta las rodillas.
Corrí hacia ella, con ansias de tener alguna explicación, lógica o no, de donde se encontraba, con codicia por ver a alguna persona que me diga por qué el cielo era violeta, por qué el agua amarillenta... y demás.
-Hola, disculpe -la saludé amablemente, tocándole el hombro -¿Sabe donde estamos?
Ella abrió los ojos como monedas, como si nunca hubiera visto un humano, alguien semejante a ella. Miró para el mar, luego al cielo, y luego abajo. Luego me miró a mi: uno de sus ojos era celeste, como el cielo que yo conocía, y otro, blanco, sin una pigmentación definida, y sus pupilas eran casi un punto naranja en el medio del gran iris.
-
¡La tierra es perfectamente redonda! -me gritó, levantando el brazo derecho; y retrocedí algunos pasos, más que por el susto, por la sorpresa. Me di cuenta que no era una persona racional, tal vez no era la indicada para preguntarle ese tipo de cosas, quién sabe por qué; pero estaba perdido, y en más, no sabía si había otro humano: era mi última esperanza, y la única.
Le pregunté si sabía el nombre de aquel lugar fantasmagórico para mi.
-Mentlyes. -me respondió, con una voz aguda como el cantar de los cantares, como el más soprano de un coro, como el grito de los cuervos rojos.
No pude imaginarme aquel pueblo en algún parte del mapa, y descarté la posibilidad de que aquel lugar existiera. Algo estaba pasando, eso era evidente, pero el gran problema era qué era exactamente.
Odiaba no saber donde estaba. El sentimiento de confusión y de estar perdido son los peores; no saber donde ir, ni saber qué hora es, ni saber, en más, si había alguna persona, era frustrante. Aquella mujer no me ayudo en nada, todo lo contrario, me confundió aún más, revolvió aún más los pensamientos entrecruzados.
¿Por qué tenía ojos de distinto color? ¿Y porqué tenía aquellos colores tan extraños?,pensé.
-Nací así -me dijo, cerrando los ojos, negando con la cabeza, amarrándose su pelo...
...Y me sorprendí, claro, ¿Acaso leía mi mente? ¿Acaso era vidente? ¿Acaso las facciones de mi cara delataron mi pregunta? ¿Acaso lo había imaginado...?

Un click se produjo en mi mente.¡Es que eso era!
Aquellas nubes planas, aquellos escarabajos exóticos, aquel bosque infernal, no era ni más ni menos que producto de mi mente, de mi imaginación, claro, sí, una quimera, una utopía, algo irreal, algo ilusorio, vano. No había nada de que preocuparse en absoluto, o al menos eso suponía. Era raro pensar que la jugarreta de mi mente le había salido mal, y pensar que yo podía controlar mi imaginación, era algo fascinante, algo que nunca había experimentado. Aquella era mi primera vez.

Fue cuando estaba mirando el mar infinito, cuando me di cuenta que la palabra
Mentlyes, el nombre de aquel lugar, provenía de la palabra Mente, y que cuando ella dijo que la tierra era una esféra, se refería, ni más ni menos, que al cerebro mismo. Era indudable, y algo estúpido también, ya que por tán lógico que sea, no pude descifrarlo la primera vez
-No hay nada de que preocuparse -le dije a la muchacha, con un desdén, poblando mi frente de arrugas.
Ella sonrió. Sabía a lo que me refería.