lunes, 1 de noviembre de 2010

Los guardaespaldas de los ciervos.


Lo tenía en la mira. No podía escaparse por nada en el mundo, era como si el ciervito colorado estuviera conectado con la mira, como si se buscaran mutuamente. Estaba inmóvil, sobre un gran tronco petrificado. Miraba al sol, se calentaba la cara, la hermosa cara que, luego de algunas horas, estaría en la chimenea del cazador. Ahí estaría, dura, mirando a la nada por siempre.
Era sólo cuestión de apretar el gatillo. Ya la mira estaba en la pierna del animal, luego se acercaría, lo ahorcaría (porque, aunque suene algo paradójico e incluso hipócrita, odiaba la sangre) y se lo llevaría al hombro, ya tieso.
Pero ocurrió algo que no estaba en sus planes. El ciervo inmóvil se sobresaltó al oír un gran bufido proveniente del bosque. El cazador también lo escuchó, estremeciéndose. El lugar perfecto de la mira se había movido, y cuando intentó volver a la posición de ataque, el ciervo ya no estaba.
Los acontecimientos que pasaron después no se podían evitar; fue una serie de eventos afortunados que terminaron en algo terrible. Por empezar, el cazador era de los convincentes, de los que no se iban a ir con las manos vacías. Y así fue. Descargó su mata animales, y corrió en busca de la cabeza del ciervo. No se iría de ese bosque hasta que la cabeza del ciervo esté entre sus manos. Ya se había imaginado el cuello largo y peludo del animal sobre su chimenea. No lo podía reemplazar.
El bosque era muy claro. Los árboles por alguna razón estaban más separados que de costumbre. El cazador, muy curioso, zigzagueó estos árboles. Pero eran comunes, bajos, espesos, verdes, llenos de vida. Volvería a ese bosque, para talarlos. En el bosque reinaba no el silencio, si no el ruido del bosque. El cazador sentía el susurrar de las hojas, el ir y venir de las ramas, las parlanchinas de las aves, que cantaban a los cuatro vientos. El cazador se daba cuenta de todo, en sentido figurado, ya que, claro, esa tarde tórrida de primavera se iría a llevar parte del bosque. Pero, más allá de la cortina de hojas que caían de los sauces, se escuchaba, a lo lejos, algo que aquel hombre no pudo distinguir, algo muy finito, lejano y hermoso.
Siguió caminando con paso vacilante. El ruido se iba poco a poco tonificando, y, a su alrededor, el bosque cambiaba. Los árboles bajos y taciturnos eran reemplazados por unos mucho mas grandes, huecos, y con ramas tan esqueléticas y altas que el cazador no pudo distinguir. Aunque estaban igual de alejados, el cazador pudo ver entre ellos, y claro que vio algo.
El ruido que al principio era algo molesto se fue tonificando hasta poder afirmar qué era. El cazador supuso que era una gran quena. Gran , porque no se escuchaba como una quena normal.
Por un momento, se olvidó del ciervo, para fortuna del animal. Sólo siguió caminando hasta llegar a un claro. Los ojos del cazador, que antes de llegar allí eran hoscos, negros casi por definición y soberbios, se convirtieron en ojos sorprendidos, con una ceja levantada y la frente llena de arrugas. El claro no estaba vacío, claro que no. Grandes chozas se habían levantado aquí y allá. Más allá del claro pudo distinguir muchas mas chozas: una tribu. Pero no era cualquier tribu. El dulce sonido de la quena, que efectivamente era eso, una quena, ahora lo sentía muy cerca, casi al costado, o, para ser más específicos, atrás de él. Se dio vuelta, y lo vio. Levantó la mirada para ver la cabeza de la bestia. Era un hombre común, pero con 3 metros demás. Un gigante. Su quena, que era tocada con tanta pasión y sentimiento, medía lo que medía el cazador. Eso lo asustó.
-¿Qué haces acá, en la tribu de los gigantes? -preguntó, dando a lugar a una voz tan grave pero a la vez tan armónica, que entró en los oídos del cazador y golpeó con fuerza los tímpanos. Pero el gigante bajó su mirada aún más y pudo divisar la escopeta.
-Vengo a... no sé. Paseaba. -se defendió el cazador.
-Claro que no, venías a cazar. ¿A nosotros? ¡Qué ingenuo!
-Pero por favor, no sabía de su existencia. Venía por un ciervo colorado.
-¿Sólo por que es mas indefenso que tú?
El gigante no esperó que el cazador responda. Soltó su quena y la apoyó contra el arbol hueco más cercano, y agarró al cazador con sólo una mano. Éste sintió como los pies dejaban la tierra, y cómo se elevaba hasta estar cara a cara con el gigante. Ojos con ojos de gigante, mirada y mirada asustada, cazador con cazador. Hedor con hedor.
-¿Cómo se sentiría la raza humana si los gigantes empezaran a atacarlos sólo por diversión? Es lo mismo, ¿no? -Preguntó el gigante.
Pero el cazador no contestó con palabras. Tenía un as bajo la manga. Sabía que tenía una navaja en la parte izquierda de su cinturón. Por eso la sacó, y se la clavó en la mano al gigante. Éste lo soltó, y el cazador calló al suelo de una gran altura, provocando un ruido sordo. Se paró como quien quiere la cosa, y empezó a correr. Mientras corría, pensaba que unos cuantos gigantes deberían estar atrás de él persiguiéndolo. Y claro que lo alcanzarían. Por eso, tomó valor y miró atrás, pero no vio nada. Se detuvo, se palpó y se dio cuenta de que no tenía ni la escopeta ni el cuchillo. Pero ese no era el quid de la cuestión. No entendía porque los pasos agigantados no iban tras él.

-¿Qué te ha pasado? -preguntó el gigante emperador de la tribu.
-Un cazador, cegado por su egoísmo, me clavó una navaja en la mano. Pero decidi dejarlo ir. Vino a cazar ciervos pero la navaja y el arma se los ha dejado acá. Nada se llevó.
-Irá a su casa, y buscara entre todas sus armas mata animales que tiene, y volverá por ellos. Estoy seguro.
-Tienes razón. El cazador es de la ciudad que está frente al bosque. Lo leí en su traje. Nosotros los gigantes, podemos ir a cazarlos, ¿verdad? Somos muchos mas fuertes que ellos -sugirió el herido, con algo de ira acumulada.
-No. ¿Cómo se te ha ocurrido eso? Nosotros tenemos más de dos dedos de frente. Los humanos como son los superiores cazan a todos los indefensos. Pero no nosotros no somos así, preferimos ver como el hombre se destruye a sí mismo. No vamos a intervenir porque somos superiores. Sería rebajarnos a su asqueroso y lamentable nivel.
El herido asintió. El emperador tenía razón, aunque siempre la había tenido. Por algo estaba en ese puesto. Por algo era emperador, el muy sabio gigante.