viernes, 28 de mayo de 2010

El sinfín de las cosas.


La calle estaba clara, iluminada por los faroles que no existían, y el cielo, tan inmenso que recubría todo aquel lugar y parecía no tener fin, era blanco, blanco como la leche, y ni arrugando la frente pude divisar nubes, ni soles, ni lunas, ni estrellas, nada. Era un cielo vacío, un cielo sin compañía. ¿Era el cielo lo que iluminaba la calle?, me pregunté, en vano, no solo porque sabía que no había nadie para contestarme, sino porque no me importaba. Sólo quería andar por aquel sendero sin fines muy definidos.
Empecé.
Sentía mis piernas pesadas, como si las hubiera intercambiado con las de un gran elefante. Pasos más, pasos menos, no avanzaba, era como si aquella calle avanzaba en sentido contrario a mí, entonces yo me iba quedando en el mismo lugar, sin avanzar, sin retroceder. Pero de repente todo lo blanco se fue, fue reemplazado por una negrura espesa, espeluznante. El suave de la calle también se esfumó, y a cambio, aparecieron unas escamas... grandes escamas, color verdes pétreos. Las escamas eran tan grandes que la calle solo parecía un simple hilo al lado de una gran soga. El ambiente se tornó tétrico, y al escuchar sonidos metálicos provenientes del cielo (Que ahora era de un color morado intenso, con lunas grandes y de todos colores), empecé a caminar. Pero no era el mismo caminar que antes, ahora no me costaba caminar, en más, era como si la velocidad de mis pasos se hubiera multiplicado. Al final de la gran calle escamosa se veía niebla negra, pero entre ella pude distinguir una gran cabeza, una cabeza gacha pero con la boca abierta, y me llamó la atención los grandes colmillos de la serpiente, tan grandes como mi cuerpo en sí. Cualquiera se hubiera asustado, pero yo decidí seguir caminando...
... No por el hecho de querer morir de las peores formas que hay, si no porque estaba seguro que la serpiente no iba a devorarme, porque de lo contrario ya lo hubiera hecho. Me sentía bien, porque caminar arriba de una gran serpiente se sentía raro, algo que no se siente todos los días. Pero todo cambió. La serpiente se convirtió en arena. Arena por doquier. Del cielo que ahora se volvió blanco, llovía arena; de la tierra arenosa, brotaba aún más arena; arena por doquier. Y era como si aquella arena se acumulara a mi alrededor. Nunca pensé morir ahogado por arena, que irónico, que triste, que irónico, repetí. Que triste es morir en sí, pensé, de cualquier forma, era tristísimo. La arena se empezó a meter por mi nariz, y la sentía suave, cálida, abrasadora, candente. Y cuando pensé que la arena llegaría a mi cerebro y así lo desconectara de tiempo y espacio...
...desperté.
Las pupilas de mis ojos se contrajeron al abrir los ojos tan bruscamente. El sueño más pavoroso que tuve en mi vida, pensé. Me senté arriba de mi almohada y esperé. ¿A que amanezca? ¿A que me despierte, en el caso de que ese también sea un sueño? ¿...Qué?
-Te amo -dije a nadie en particular, aunque esperaba que alguien me respondiera. No. Esperaba que Ella me respondiera, de abajo de la cama, de al lado mío, de la oscuridad, de donde sea. Quería escuchar un yo también, pero escuche algo que cortó como cuchillos mi piel, como si la respiración se me hubiera cortado, o como si mis pulmones, por simple capricho, dejaran de cumplir su trabajo.
-Yo ya no.
Y me desperté por segunda vez, sobresaltado, sudado. La hamaca colgante de mi patio se balanceaba, con los impulsos que Ella daba contra el árbol opuesto. Miré al cielo soleado, y pude ver nubes que cuando me había dormido no estaban.
-¿Qué pasó? ¿Te desperté? -me dijo. Leía el libro de una forma preciosa, tan particular. Ella era particular, mi particular por el resto de mi vida.
-No. -dije, y limpié el sudor de mi frente con mi manga. -Sólo tuve un sueño horrible, feísimo.
-¿Qué soñaste?
-No importa qué soñé realmente, era todo ficticio. -le dije, pero no quedó muy convencida, porque su mirada expresaba curiosidad y reproche.
-¿Y entonces por qué te ves tan preocupado? -me preguntó con esos labios que habían nacido para tocar los míos, que habían nacido para hablarme tiernamente solamente a mí.
- Es que éste es el sueño del que nunca quiero despertar.

Es curioso pensar que las frases tienen siempre un doble sentido, un pro y un contra, una derecha y una izquierda, un bien y un mal. Nada es para siempre, me dijeron una vez, pero me reí. Todo es para siempre. Todo nos marca. La vida no es para siempre, me contraatacaron, y eso tuvo como respuesta mi silencio, un silencio incómodo, algo justificado.
Más allá de eso, todo es para siempre, porque todos nos deja algo, sea bueno, sea malo, pero nos deja algo. Y con el simple hecho de dejar algo en uno mismo, se convierte en algo eterno. El amor, por ejemplo, es eterno, es inmortal, vas más allá que la simple metáfora de todo nace, todo crece, todo se reproduce y todo muere. El amor es distinto. El amor no nace, si no que vive directamente.
¿Quién sabe si un día nos despertamos en un salón oscuro y nos encontremos con alguien que nos diga, tú no viviste, solo soñaste, fue el sueño más largo de toda tu vida?
-¿Entonces a qué llamamos vida -me pregunté- si todo es un sueño?
-La vida son muchos sueños seguidos, juntos, pegados, inseparables. Queda en cada uno despertarse o no -me contestó otra voz en mi cabeza.

martes, 11 de mayo de 2010

Batallas que se libran por ahí


Yo no tengo una personalidad; yo soy un raro, un conglomerado, un rejunte, una manifestación de personalidades.
En mí, la personalidad es una especie de infección espiritual y psíquica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que nazca una nueva personalidad, una nueva fase.
Desde que estoy conmigo mismo, desde que mis pies tocaron la hierba, la tierra y el cemento, es tal la aglomeración que me rodea, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes, en todos los rincones: En el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, en el jardín, hasta en el techo.
¡Imposible, inadmisible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible, inadmisible saber cuál es la verdadera, cuál me conviene!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más profunda y en el revoltijo y en el caos con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan. Las siento ajenas, lejanas, fuera de mi, de mi piel; las siento en el aire, las respiro y las expulso.
Y yo me pregunto ¿Que clase de contacto pueden tener con migo todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a cualquiera? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este desvío marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretino cuya sonrisa es capaz de congelar un mar entero?
El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una vanidad... de un egoísmo... de una falta de tacto... de un no sentido de la vista...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires indiferentes. Todas, sin ninguna excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones, agresiones que no terminan nunca, que cesan en el infinito. En vez de tolerar, ya que tienen que vivir juntas, en un mismo lugar, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de los demás, ni los míos en sí. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome, por ejemplo, un paseo por el cementerio en una penumbra absoluta.
Mi vida resulta así, una confusión; no, un mar de confusión, de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo, una tal mezcla de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, una satisfacción.

La satisfacción de mandarlas todas juntas a la MIERDA