miércoles, 21 de julio de 2010

La duda que nunca se iría a descifrar


-Explícame eso que no lo he entendido.
-Nadie lo entiende, ni yo lo entiendo, no lo logro comprender. Algunas veces el corazón juega completamente solo, autónomo con respecto a la razón.
-Me quedé con lo de tu hermana. Pobre, pobrecita, me caía tan bien.
-Lo dices como si se hubiera muerto. Una quebradura de cadera no es sólo cuestión de meses. En fin, al enterarme lo ocurrido fui lo más rápido posible al hospital; mi hermana decidió quedarse ahí, más seguro, según ella, y eso me pareció indudable, fehaciente. En fin, aparqué el auto en la sombra de un Álamo primaveral. Empecé a correr, pero me pareció irónico. Cuánta gente entra ahí y no vuelve a salir, cuantas muertes habrán ocurrido, y yo, por una insignificante y banal quebradura, corría. ¿Sabes cuanta gente saliendo vi llorando? ¿Cuantas vidas fueron perdidas? Por eso no podría trabajar en un hospital, ¿y si la vida de alguien se me escapa de las manos? No lo soportaría. La gente allí viva con el hedor de la gente, con el peso de sus muertes.
-La gente hace lo que puede, algunas veces ni eso alcanza.
-Eso lo sé. Bueno, mi hermana estaba en el cuarto piso, el último, el J, el más tórrido en primavera y el más impávido en invierno. Decidí comprarle flores, rosas, aquellas que les podría haber dado un toque más vívido a la situación. Pero me imaginé que las flores se morirían también, y eso me resultó irónico también.
-Piensas demasiado las cosas.
-Lo sé. Cavilo demasiado, un defecto no tan menor. Devolví las flores, prefería que mueran en un lugar ajeno a la sala, no visible por mí, porque el pétalo seco es particularmente similar al marchitamiento humano, al deje de la vida. Llegué al cuarto piso, en ascensor, donde la gente se amontonaba, todas apuradas por querer llegar a sus salas, con flores. Fue ahí que realicé que el fenómeno era yo, ¿Quién iba a pensar que las flores mueren también? Las puertas se abrieron y pareció como si la amabilidad de la gente se hubiera escurrido, porque todos salieron, apurados. Salí último, y empecé a recorrer el pasillo. Fue ahí cuando la vi.
-¿A tu hermana?
-No. Antes de llegar al J, las corrientes de aire me detuvieron en la C. Era una muchacha morocha, con facciones simplemente perfectas: las comisuras de sus labios eran simples, compuestas por una tez blanca marfil, sus pestañas, que abanicaban sus párpados cerrados. Me intrigó lo que ocultaban esos párpados, todo el destello disipado de esos ojos que no importaba de que color podrían haber sido, sabía que eran hermosos. Ella era verdaderamente preciosa, perfecta,…triste. Su respiración casi no se escuchaba, el latir de su corazón no se sentía. No había nadie para preguntar qué le había pasado, solo me senté en una silla. La sentí fría, y fue así como me di cuenta que aquella silla no había sido calentada nunca, nadie se había sentado en ella, significaba que la muchacha hacía tiempo que no gozaba de compañía. Me quedé horas viéndola, apreciándola.
-Te olvidaste de tu hermana.
-Espera. Luego de dos horas me acordé el motivo de mi presencia en el hospital, mi hermana. Era tarde, tenía sueño, quería dormir para poder despertarme temprano y poder verla, tratar de despertarla, ¿Cómo?, no lo sabía. Mi hermana estaba bien, estaba viva, eso era lo que importaba. Las flores que seguro estuve a punto de regalarle estarían en la sala de otro paciente, y se morirían ahí. Ella estaba a salvo.
-¡Que egoísta!
-Lo sé, nunca dije que no lo fuera.
-¿Entonces?
-Por una semana fui al hospital todos los días. Algunos días cenaba en la sala C, la enfermera se sorprendía cada vez que me veía ahí, leyéndole, acariciándola. De vez en cuando visitaba a mi hermana, ella nunca sabría que yo iba al hospital regularmente para visitar a alguien más, eso estaba claro. Todo encajaba a la perfección, como si el destino estuviera de mi lado.
-Patético.
-¡El amor es patético! El amor te hace sentir cosas patéticas. No era amor lo de aquella muchacha, era algo más, algo más fuerte, más cínico. No podía separarme de ella. Me sentí raro cuando me di cuenta que me había enamorado de alguien inmóvil, de alguien que nunca me habló, que nunca me vio, que nunca nada. Ella no sabía de mi existencia, y me tenía ahí, presente a su lado. Eso era insólito, y yo me sentía extraño.
-¿La muchacha sigue ahí?
-No... Fue el noveno día que iba allí. No era un día cualquiera, la enfermera me había dicho que ese día podía despertar, que su rara enfermedad podía o firmar su derrota o tomar revancha y vencer los medicamentos. Eso me puso feliz, porque tenía fe. Entré a la sala C, todo estaba igual, las pequeñas ventanas iluminaban con pequeños rayos tenues la habitación, el color verde cálido se veía igual. Pero la cama estaba vacía. Nadie la ocupaba, ni ella ni otro paciente. Nadie. Nada. Una habitación vacía. Había despertado, se había ido. Eso me ponía tan feliz. Tan contento, tan vivaz por dentro.
-¿Y ahora? ¿La has contactado?
-No. Por una simple razón: la duda. Tú conoces muy bien la frase que dice que la curiosidad mató al gato. La cama vacía reflejaba dos cosas, la primera era que ella se había curado e ido, y la otra, más pavorosa aún, es que había muerto. Mira si le preguntaba a la enfermera y ella me decía que había fallecido, no lo hubiera soportado. Ni el día de hoy lo hubiera superado, ningún elixir me hubiera compuesto. Decidí quedarme con la duda. No tiene mucho sentido, pero era lo único que me quedaba. Hasta el día de hoy no sé si esa muchacha está viva o no, pero no puedo hacer otra cosa. Ya nada me quedaba, ahora la duda es la única que rellena la única luz que me queda en el corazón. Viviría con eso.
-Tu lo dijiste: No tiene sentido.
-Todo carece de sentido, nosotros somos los que nos encargamos de rellenar ese vacío de sentido, con los nuestros. Mis sentidos son algo paradójicos. Ahí tienes. Todo es patético. Mis sentidos son patéticos, por ejemplo.

viernes, 2 de julio de 2010

Otoño, invierno, primavera, verano, otoño, invierno, primavera...


Mis pies descalzos caminaban sobre las hojas secas, amarillentas y carentes de vida, desparramándolas, haciendo paso a mis pies temblorosos, inertes, sin sentido y sin ningún rumbo al cual ir, sino que caminaban. Así era mi vida, un camino que no tenía curvas, ni esquinas, ni bajadas ni subidas, ni final, era un camino recto hacia el infinito.
La gente se estremecía, erigían ese humo típico del frío de sus bocas temblorosas, del otoño ya casi invernal, pero yo no sentía nada. Las bufandas eran de colores aburridos, monótonos se podría decir, negras, blancas, grises, colores aburridos, que no llamaban la atención. Para mi, con todos los años que tengo encima, los detalles, los mínimos detalles, son importantes, todos, no dejo que nada se me escape, que nada pase sin darme cuenta.
Entre ese mejunje de colores pelmazos, había una que resaltaba, de color naranja fuerte. Su bufanda combinaba con su pelo largo, rojizo, con esas pecas regulares de su nariz. Era perfecta.Pasé por al lado, pero no le hablé, no se merecía que tal neurótico le dirigiera la palabra. Las hojas del piso habían desaparecido, ahora mis pies blancos tocaban la acera, la acera llena de hielo, pero no lo sentía, sentía como si fuera suelo. Solo suelo, pero ya estaba acostumbrado a eso.
Me dirigió una sonrisa, una que por el resto de mi vida no iba a olvidar. ¿Vida? No, diría eternidad. Una sonrisa que en el resto de mi eternidad no olvidaría.
-Te enfermarás si no tienes un abrigo, yo me estoy congelando y tengo bastante abrigo -me aconsejó, mirándome de arriba para bajo, de pies a cabeza, contemplando mi cuerpo a la intemperie. Pero, repito, no sentía nada.
-Me acostumbré, soy de un país lejano donde hace frío todo el año. Todos los años.
-¿Cómo te llamas? -sus labios formularon la pregunta como si se le saliera de la garganta, esa garganta invisible para mi.
-¿El tuyo?

Platicamos por horas, se reía de chistes que yo nunca formulé. Fuimos a un bar, algo mas cálido que andar por ahí, a la vista del cielo gris , al lado de los árboles desnudos de la plaza. En un momento, los dos nos callamos, su risa cesó y yo la mire fijo, como tratando de resolver un problema matemático en su cara. Ojala. Ojala que todo sea tan fácil como un problema matemático.
-Eres un enigma -me dijo, entrelazando sus dedos arriba de la mesa. -Hablas algo, pero no se nada de ti. No se tu nombre, siempre que trato que me lo digas dices cosas inteligentes en las que me pierdo. Eres muy buen escuchador, y que casualidad que nos hallamos encontrado allá. Eras un signo de pregunta entre todas esas bufandas.
-¿Un enigma? ¿Tengo que tomar eso como un insulto, o como un cumplido? -sabía a lo que se refería, pero quería asegurarme.
-Tómalo como quieras, pero pareces que lees las mentes de las personas, como si supieras todo, todo lo que va a ocurrir. Eso no es normal, ¿O si?
-Ojala sea un adivino. Los años que he vivido me dieron mucha sabiduría. Fe en mi mismo.
-¿Cuántos años tienes? No muchos más que los míos.
El ambiente se volvió algo tenso, como si el tiempo se hubiera ido y nosotros nos quedamos allí, cada uno mirándose a la cara de otro, los dos tratando de desatar los nudos de la conversación.
-Tengo 500 años, ¿Tú cuantos tienes?
Esperaba risas, carcajadas capaz, quizás, pero a cambio tuve unos ojos abiertos como monedas. Estupefacta, atónita, inmóvil, boquiabierta, adjetivos que podrían haberla descripto.
-¿Cómo es eso?
-No es tan difícil. Mis 500 años me hicieron aprender cosas de la gente. Todo cambia, ¿Sabes? Pero la gente, nunca, sigue siendo la misma, la misma gente ajustada a las metodologías del mundo contemporáneo. Eso me hizo entender a las personas, sus mentes, sus pensamientos, sus creencias. Todo. Eso es lo único bueno que tiene esta vida. No, vida no, eternidad. Todavía no acostumbro a decir eternidad en vez de vida. A cambio de tantos años en trascurrir, perdí mi sentido del humor, mi sensibilidad en la piel, es por eso que no tengo frío, ni calor. Extraño la sensación del frío, ni te imaginas.
-Explícate.
-La muerte decidió no hacer más su trabajo con migo. ¿Sabes? Dicen muchas cosas de la muerte, todas blasfemias, porque nadie, ni yo, sabe lo que es, lo que se siente. De alguna forma extraña, vencí a la muerte, se rindió con migo, le gané, aunque el tiro me salió por la culata, porque vivir para siempre es horrible, una vida sin fin. Todo pasa, y yo no. Conocí a miles de personas, miles de amores, miles de amigos, y todos murieron, menos yo. La vida pasa y a mi se me escapa de las manos, la gente envejece y yo sigo igual, igual que siempre. Eso es horrible. Tener que ver todos los años las hojas caer es horrible, tener más de 500 cumpleaños y que nadie lo sepa, es horrible. Todo es horrible. La eternidad es horrible.
-¿Siempre vas a ser joven y hermoso? -me preguntó sin entender el quid de la cuestión, el corazón del problema. -¿Y como puedo creerte? Cualquier persona se hubiera reído. ¿Por qué yo no?
-Toma este papel. Sé que te acordarás de mi hasta el día que estrenes tu tumba, pero, antes de ir al cielo, llámame. Verás que seré el mismo hipocondríaco que ahora, aunque algo más versátil. Te puedes ir, vete, yo sigo siendo la escoria, el mismo enfermizo neurasténico que siempre. Siempre lo seré, es como una pesadilla eterna de la cual nunca despertaré.

Siempre lo supe, siempre sería el mismo de siempre, sólo me quedaba caminar descalzo entre las hojas de otoño, esas hojas que caerán el año siguiente, y el siguiente, y así sucesivamente, una naturaleza hermosa, diría, el ir y venir de las hojas de otoño y verano, observaría las caras nuevas de la gente, caras que luego morirían y que nunca más las vería. Vería gente.
Lo hermoso es que las hojas siempre estarán ahí, en el árbol o en el suelo, pero estarán. Lo horrible es que estaría vivo para verlo.