martes, 11 de mayo de 2010

Batallas que se libran por ahí


Yo no tengo una personalidad; yo soy un raro, un conglomerado, un rejunte, una manifestación de personalidades.
En mí, la personalidad es una especie de infección espiritual y psíquica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que nazca una nueva personalidad, una nueva fase.
Desde que estoy conmigo mismo, desde que mis pies tocaron la hierba, la tierra y el cemento, es tal la aglomeración que me rodea, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes, en todos los rincones: En el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, en el jardín, hasta en el techo.
¡Imposible, inadmisible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible, inadmisible saber cuál es la verdadera, cuál me conviene!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más profunda y en el revoltijo y en el caos con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan. Las siento ajenas, lejanas, fuera de mi, de mi piel; las siento en el aire, las respiro y las expulso.
Y yo me pregunto ¿Que clase de contacto pueden tener con migo todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a cualquiera? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este desvío marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretino cuya sonrisa es capaz de congelar un mar entero?
El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una vanidad... de un egoísmo... de una falta de tacto... de un no sentido de la vista...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires indiferentes. Todas, sin ninguna excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones, agresiones que no terminan nunca, que cesan en el infinito. En vez de tolerar, ya que tienen que vivir juntas, en un mismo lugar, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de los demás, ni los míos en sí. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome, por ejemplo, un paseo por el cementerio en una penumbra absoluta.
Mi vida resulta así, una confusión; no, un mar de confusión, de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo, una tal mezcla de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, una satisfacción.

La satisfacción de mandarlas todas juntas a la MIERDA

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