sábado, 6 de marzo de 2010

La gente decidió irse. La gente decidió partir. La gente decidió esconderse


Cuando me desperté aquella mañana, me di cuenta desde un principio, que no iba a ser un día cualquiera, un día ordinario. Me paré y estuve allí mucho tiempo, vacilante como nunca lo había estado un hombre recién levantado, un hombre que, en definitiva, comienza un nuevo día, una misma rutina. Logré pararme y caminar hacia la ventana, miré hacia abajo, hacía arriba y hacía el cielo. Éste estaba lívido, sin un color definido. Las nubes se concentraban en los costados, al margen del contorno del cielo, creando un circulo celeste, como un aro. Algunas nubes eran lo bastante espesas como para crear sombra, y otras, desafortunadamente, eran débiles, incapaces de producir oscuridad alguna, pero muy propensas a ser llevadas por el viento, aunque sabía que aquel día esas nubes se quedarían allí, ya que no había ninguna brisa, ningún leve movimiento de ráfaga. Nada. Ni el sol, impotente con sus rayos, se animó a salir ese día. Estaba bien escondido, en un lugar más allá de las nubes, más allá de lo visible. Sol, ¡Ilumina las calles! pensé, pero fue inútil.
Salí a la vereda. El ambiente estaba apagado, al igual que el cielo, al igual que la ciudad. El pronostico no podría haber definido aquel día; no estaba soleado, no había sol, no estaba nublado, nubes más nubes menos, no era lluvioso, ni tormentoso. Era, por definición, inestable.
Las calles se encontraban prácticamente vacías, poca gente caminaba, gente indecisa, desconfiada y supe de que se trataba, como sabe una abeja que tiene que buscar polen en diversas flores.
Pasé por enfrente de un local, un kiosco, diría y, aunque estaba abierto, nadie se encontraba allí. Nadie atendiendo, nadie comprando. Me permití, como hacemos los humanos diariamente, tomar un diario, solamente para verificar lo del pronóstico. La primera plana tampoco tenía muchas noticias que dar, claro, en un año tan crítico como el 2012, ¿Quién pondría noticias? ¿Quién las contaría? El fin del mundo, o, más bien, el fin de nuestro mundo, se acercaba precipitadamente, y la gente, ignorante por sobra, pensaba que, con el simple hecho de quedarse en casa, se podría salvar de aquella muerte y todos saben, en lo más profundo de sus cerebros, que nadie escapa de ella, aunque quieran.
¿La muerte? ¿Acaso existía algún significado lógico para aquello? Es algo tan curioso para algunos, tan estremecedor para otros y, en mayoría, temeraria.
Seguí caminando, como una persona cualquiera que camina un lunes por la mañana. Aquel día era diferente, claro, todos iríamos al cielo (o, según creencias, iríamos algunos al cielo y otros, como dicen, al infierno) de algún modo, y me pregunté de que forma el mundo deparará nuestro destino.
Llegué a una plaza, también carente de color y gente, carente de personas y vida, ya que parecía que hasta las aves e insectos se habían enterado que tal cosa iba a suceder, excepto, por lo que vi, un perro. Un lindo perro. Movía la cola, mirándome, como si fuera comestible, como si fuera un aperitivo.
-Tú no tienes miedo -le susurré, esperando, absurdamente, una respuesta. Él me sacó la lengua y se sentó. Pude ver sus costillas muy notorias; no había indicio de carne, solo eran huesos, cubiertos por una piel, y a la vez por pelo color marrón claro. ¿Era una señal? ¿Nos íbamos a morir todos de hambruna por el miedo?
El temor gobernaba las mentes, las calles, las casas... el mundo. ¿Y acaso el temor nos iba a hacer morir de hambre? ¿Si aquel día de octubre del 2012 no iríamos a morir todos, la gente se quedaría esperando hasta que pase? ¿O saldría? Y no pude responderme. La mente de un humano es tan compleja, tan impredecible, astuta en algunos sentidos, pero tan dormida, como si fuera sumisa.
Me quedé sentado allí, en el pasto, solamente con el perro, esperando aquel fin de capítulo, aquel fin de una humanidad que se equivocó y que no pudo aprovechar satisfactoriamente lo que la naturaleza nos dio. ¿Y es que acaso fuimos tan malos como para tener aquel final, aquella conclución?

La noche pasó, y nada sucedió, excepto por el perro, que se fue, a buscar comida, quizás, a buscar un techo, tal vez. Las nubes se juntaron, se nublaron y rompieron a llover, regando los pastos, las copas de los árboles.
Nada había ocurrido aquel día, ahora solo había que esperar que la gente, en definitiva, se de cuenta, y que reaccionen como tienen que reaccionar, aunque esperaba que todos se den cuenta que no existe tal cosa, aunque, claro, cualquiera me podría contradecir.
Que pase lo que tenga que pasar. Todo estará bien pensé.

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